Adiós a la mascarilla

Ayer jueves 10, la mascarilla dejó de ser obligatoria para caminar por la calle, salvo en ocasiones de apreturas y tumultos. Tras un largo paseo de kilómetros por Madrid, no observé especiales gestos de contento ante tal acontecimiento, ni siquiera advertí singulares destellos de esa alegría que chispea en los ojos de los felices.

Parecía otro día de ordinaria normalidad y paseo rutinario de embozados. Claro que algunos iban ya desprotegidos del cubrebocas, una clara minoría. Puede que acabe ocurriendo algo parecido a la última ocasión en la que las autoridades nos liberaron de llevarlas: fue decayendo el uso poco a poco, aunque una minoría apreciable nunca se despojó de ellas.

La urgencia para olvidarnos de llevar la mascarilla en la calle se había convertido en cuestión capital, o casi; el agobio que producía nos hacía prisioneros: no disfrutábamos de la libertad. Sí, de libertad, de esa clase de libertad despojada de todos sus significados, convertida para la ocasión en solo una emoción.

Se supone que, muy cansados de tan larga pandemia – que ha trastornado tanto nuestra cotidianidad y, a no pocos, arrancado vida y destino – estamos decididos a acabar con ella arrancando de nuestro rostro su símbolo público más expresivo. Nada que objetar. Es humano. Buena parte de nuestros pesares desaparecen o mitigan cuando se diluyen los fantasmas que los representan o acaso anuncian. Y la mascarilla se había convertido en el símbolo definitivo de esta pesadilla social y mortal llamada covid.

Claro que, al despojarnos con alivio del tapabocas, no solo decimos adiós al virus cabrón, también olvidamos demasiadas cosas. La principal es que algo nos habrá protegido tal artefacto sanitario. ¿O es que la práctica totalidad de la comunidad científica y sanitaria mundial se equivocó al exigir imponerlas a las autoridades de todo el mundo? No lo creo. Cubrirse la boca y la nariz ante el mal olor o la presencia de la enfermedad es un gesto humano tan natural como la risa o el llanto. Sabemos que nos protege. Además, nuestra imagen más recordada del hospital se expresa en la de una enfermera con mascarilla.

 

«Se podría reconvertir en un arma de protesta positiva».

 

Sí, llama la atención, sin embargo, la manera tan expeditiva y las razones (¿?) que exhiben los nuevos heraldos de la nueva libertad para detener tamaño atropello. Ayer mismo, el escritor y articulista Sergio del Molino, en El País, escribía: “Las autoridades han sido especialmente duras con los escolares porque la escuela no le importa a nadie (…) A muchos epidemiólogos (…) que mi hijo no haya visto sonreír a su profesor (…) les resulta cursi y banal (…). La epidemia es demasiado importante como para dejarla en manos de epidemiólogos y gobernantes”. Suena a corte radiofónico de Díaz Ayuso. Eso sí, con palabras de quien ha leído bien a Habermas y Nietzsche.

En ocasiones, despreciamos las rosas amarillas porque somos actores, o las de intenso rojo ya que lloramos un desamor, pero no por ello dejan de ser rosas que huelen, embellecen y acompañan. Arrojamos la mascarilla sin ni siquiera advertir, por ejemplo, que la mayoría de los españoles vivimos en ciudades sucias y contaminadas. A nadie se le ha ocurrido – pues las autoridades municipales y tantas más van tan lentas – llamar a la utilización del denostado bozal para que nos proteja de miles de toneladas de CO2, NOx y muchos gases y partículas más que nos regala la ciudad a diario.

Es más, se podría reconvertir en un arma de protesta positiva colgándola de nuestras orejas cuando paseemos por esas avenidas, plazas o calles atufadas de ese hollín tan urbano que mata lentamente. En mi caso, hasta que la ciudad de Madrid no cumpla los niveles exigidos de limpieza del aire, caminaré por ella con mascarilla. Porque no es un grillete de mi libertad, sino un humilde trapo que me protege.

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