Leemos los últimos días textos cargados de incredulidad y alarma. La mayoría de los españoles, según una encuesta, se ha olvidado de ETA, o tiene recuerdos confusos de la banda terrorista. Algunos, por contra, creen que aún sigue tiroteando por el norte. Confusión, humo. Así que los memoriosos del terrorismo no dan crédito a que solo nueve años después de que los verdugos del norte dieran por acabada “definitivamente” su obra negra (cerca de 900 asesinatos), su estela ponzoñosa, la que más dolor ha causado a este país tras la guadaña de la dictadura franquista, se haya desvanecido en la memoria de decenas de millones de españoles.
Muchos (decenas de millares) no acaban de dar crédito a las conclusiones de la encuesta; no les cabe en la cabeza que existan tantos españoles capaces de olvidar tanto horror tan temprano. Así que algunos, los que (mal) viven del tronar permanente sobre el recuerdo asesino, sospechan que estamos ante una nueva treta de los amigos de los malos en el poder. Incluso puede que el caso les lleve a realizar una nueva batallita mediática a fin de avivar recuerdos. Otra más.
Lo llamativo en este caso, sin embargo, no es lo que puedan pensar o sentir quienes necesitan mantener vivo el recuerdo asesino de ETA a fin de sostenerse en pie ellos mismos, sino la magnitud oceánica de la desmemoria que domina al hombre de los últimos decenios, digamos que desde treinta años para acá. Porque no es solo ETA y su historia criminal lo que se deshace en el recuerdo de los españoles: ¿quién recuerda a Franco, incluso después de su último (¿) y televisadísimo vuelo de helicóptero? Los ejemplos son inagotables. Adolfo Suárez es ya solo el nombre del aeropuerto de Madrid y puede que en breve confundamos a nuestro rey don Juan Carlos con uno de esos ricachos emires del Golfo.
“El hombre moderno redimirá a la raza humana”.
Nos olvidamos de casi todo menos de algunas obsesiones que nos atenazan y de ciertos ramalazos de melancolía que siempre acuden cuando más desasistidos nos encontramos. Aunque en realidad el olvido, o mejor, la pérdida de memoria del hombre, comenzó hace casi 3.000 años, cuando empezamos a dejar de contarnos de viva voz el mundo que nos rodeaba, con sus sueños y nuestras milongas. A medida que van desapareciendo los narradores de historias, o los cuentacuentos, el hombre comienza a dar lentamente con la goma de borrar a su pasado y el de sus antepasados, a ser menos hombre en definitiva. Sócrates no escribió una línea en su vida, estaba mal visto, solo peroraba. Platón más tarde recrea en pergamino lo que oyó del maestro o le contaron de sus discursos, reflexiones y sentencias. De la misma manera que antes Homero había legado al mundo “La Ilíada”: principio y fin de la poesía épica de nuestra cultura, el manantial eterno de la escuela.
El libro luego recoge un poquito de lo que nos llega de nuestros antepasados. Pero es un placer para pocos escogidos; llega temprano a ser un peligro a pesar de su debilidad física (una hoja); se le quema y secuestra. Otro éxito de la desmemoria. El hombre fija de alguna manera su paso por este mundo dejándose engatusar por la “sibilina soberbia” de la religión, el poder de los reyes, los señores y el mazo de la naturaleza. En realidad, si nos fijamos bien, pocos elementos esenciales y mínimas novedades quedan que retener una generación tras otra. Casi todo ocurre de la misma manera, menos la dicha o el sufrimiento de las personas concretas. Un solo dios, un único señor y un amo para siempre jamás dan para poca magia.
Todo comienza a cambiar poco a poco al reaparecer los artistas en la Italia del Quatroccento, que termina regando a casi toda Europa. Artistas que luchan por ser libres hasta imponer la figura en piedra de los santos a esculpir o la lágrima de la virgen anunciada que se dibuja. De nuevo, la belleza y la imaginación unidas. El hombre va conformando ciudades cada día más grandes: tantas oportunidades como sufrimientos nuevos por descubrir. Todo se hace más complejo, más rico y esponjoso. En el ser humano está el misterio de todo, quien hace la Historia, el que se atreve con todo. Llega la imprenta y percibe que todo le es posible. El libro, bien que con lentitud, va adquiriendo el protagonismo que en la antigüedad tuvieron los narradores. En las múltiples bibliotecas que se van abriendo por todo el mundo se protegen los saberes y la memoria. No hay problema. El hombre moderno redimirá a la raza humana tan dependiente de dios como condenada al olvido.
“A quién le extraña que borremos a ETA de nuestra memoria”.
Y así, caminamos hasta el tiempo presente en el que las bibliotecas se clonan, los archivos se digitalizan en mínimos dedales mágicos y una cámara universal (el ojo del ogro) nos escupe el mundo almacenado y el vivo contra la cara como si uno y otro fueran rescoldo de algas podridas.
Así estamos. Ahítos de todo. Confundidos para siempre y los estómagos revueltos. Nuestras cabezas no tienen más remedio que vaciarse para no terminar en un estallido. Hasta el arte más exquisito nos molesta. Reparemos en el éxito extraordinario de esa red social llamada TikTok al hacer bailar a Las Gracias de Botticelli y otras obras maestras de la pintura renacentista. Las webs informativas de los Uffizi no habían tenido jamás tanto éxito. ¡Hasta quieren cobrar entrada por navegar en ellas! Así que en el Museo del Prado están temblando: ¿cuántos odres de vino serán necesarios al día si se les da vida a Los Borrachos de Velázquez y empinan el codo con cada entrada por Internet? A quién le extraña, entonces, que borremos a ETA de nuestra memoria con tanta rapidez. No nos cabe más, ni somos ocas para cebar.
Gran idea gracias, sigue publicando.