La mayoría transfóbica

Legislar sobre materias sociales que la gran mayoría de la población no demanda – porque, entre otras cuestiones, desconoce – debería llamar la atención de los parlamentos y hacerles reflexionar. Esto ocurre las últimas semanas con la tramitación parlamentaria de la denominada Ley Trans. Se da tan fogoso tiroteo verbal, político y mediático (las redes sociales son géiseres de lava), que podríamos entender que estamos ante una cuestión de enorme trascendencia que a todos afecta de manera directa, y es urgente.

No obstante, al más atento seguidor de su debate público – con mediana información y otro tanto de inteligencia – acaso no ha llegado a quedarle claro más que un vago parlar sobre chicos y chicas que no se sienten cómodos con el sexo que la naturaleza les dio. Y que se pretende que puedan cambiarlo, y también de nombre, con solo personarse en el centro público correspondiente y manifestar su voluntad de que se modifique el sexo con el que se les registró al nacer.

La proclamación de este novísimo derecho, que otorgaría la ley, llega a iniciativa de Unidas Podemos y el PSOE no niega; pero este partido propone exigencias y garantías adicionales para que la redacción de la ley no acabe en un galimatías o algo peor, en un escándalo. Existen, además, otros extremos (excesos quizás) sobre una ley que llegaría a aplicarse a un escaso 0,2% de la población y que sus promotores defienden llamando transfóbicos a todos aquellos que la discutan, aunque solo de manera parcial. Ellos, los impulsores, son los orgullosos transfilos.

 

«Incluso los atentos no entendemos con claridad la ley».

 

Otro pretexto – a propósito de los chicos y chicas y sus familias con problemas muy serios – para dividir, para censurar y denigrar al contrario con el único afán de sacar tajada política. Recuerdo ahora las sensatas palabras de Gregorio Peces-Barba, uno de los padres de la Constitución, cuando sostenía, siguiendo a sus más grandes maestros, que las leyes que perduran, además de ser impecables técnicamente, son aquellas que se proclaman tras un tiempo razonablemente largo de demanda, hasta ser aceptadas por la mayoría social al ganar conciencia después de un debate prolongado. No es el caso.

Este proyecto de ley, que en lugar de llegar al Congreso después de un largo debate público en el tiempo, parece haberse cocido en la olla de la bruja en un invierno, nada se parece en su gestación a otras leyes de calado hondo que dividieron a la sociedad española como el divorcio, la interrupción del embarazo o incluso la eutanasia. Los gobiernos progresistas, que son los que normalmente toman iniciativas de esta naturaleza, se han dado el tiempo suficiente para que la mayoría esté conforme con su implantación y lleguen a ser inamovibles, al menos en sociedades democráticas. Tampoco este es el caso.

Se pretende legislar sobre una materia de la que muy pocos entienden el fondo del problema y, menos aún, la solución que se propone al legislador. Personalidades muy respetables de ciencia, medicina, psiquiatría, derecho, filosofía, sociología y, en general, importantes líderes de la opinión pública manifiestan grandes reparos. No es tan fácil, más bien es una temeridad, un desatino, legislar sobre los derechos de las personas como quien trata de imponer una moda. No va de dejarse el pelo largo o tatuarse hasta los párpados. Los proponentes no explican con claridad e insistencia en el tiempo los extremos más significativos de su propuesta, así que se da el caso de que incluso los que estamos atentos, aun teniendo un razonable bachiller, no entendemos con claridad el meollo de la ley.

 

«Se pretende imponer una ley que no comparte la mayoría».

 

Venimos de una cultura y una historia en las que los derechos no se imponen, sino que se conquistan. Lo llamativo en este caso, además, es cómo sus promotores se sorprenden, enfadan, irritan, descalifican y hasta insultan, no ya a los se oponen, sino hasta a los que ponen reparos y proponen mejoras al proyecto. Son esa clase de personas, normalmente jóvenes radicales, que rechazan los procelosos y exigentes trámites que se dan en los sistemas democráticos. Creen que un gobierno, con solo ser legítimo, puede y debe utilizar el decreto y el Parlamento para dar curso sin más a su voluntad política, sea o no compartida o comprendida por la mayoría de la sociedad. Entienden que los gobiernos democráticos pueden emplearse con la determinación de los autócratas. En sus mentes se mantiene rocosa la idea de que si una parte del voto, aunque sea minoritario, los llevó al Gobierno, no existe obstáculo ni trámite que pueda entorpecer su deseo y, mucho menos, impedirlo.

En numerosas ocasiones, las Administraciones públicas son ineficaces y morosas por escasez de medios o desidia. Y se les critica con razón. Con igual dureza se debería proceder cuando se pretende imponer una ley que no comparte la mayoría de la población, ni entiende su urgencia.

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Un comentario en «La mayoría transfóbica»

  1. No puedo estar más de acuerdo contigo, Pepe.
    No comprendo la urgencia de esta ley más que por la suya propia (la de Podemos) para apuntarse un tanto «progre». Como bien dices, es un asunto importante para una pequeñísima parte de la población y que, en consecuencia, no debería estar en 1er plano de los informativos toooodos los días, que acaba una ya hasta el moño, cuando hay otros que afectan a muuucha más gente e infinitamente más graves que el derecho a ser «llamade chique», por decir algo.

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