En los últimos años, de vez en cuando me viene a la memoria la anécdota tan llamativa que fue el breve intercambio verbal que mantuvo un Santiago Carrillo ya muy mayor y la cabeza tan bien puesta como siempre, con una jovencísima adolescente aún escolar. El anciano comunista disfrutaba del resol de media mañana en primavera en el patio de un familiar en la Vera, cuando en el tropel del juego la joven extremeña acabó dándose de bruces contra él.
– Yo a usted lo conozco, dijo.
– Sí, dime, dime, le respondió raudo don Santiago.
– Lo he estudiado en clase.
– Ah, sí; ven y cuéntame. Dime qué te han hablado de mí.
– No, no, no quiero saber más que ya lo he aprobado.
Y salió escopetada en dirección a la calle de nuevo con sus amigas de juegos.
Carrillo, sabio a esas alturas de su vida y tan socarrón como siempre, intuyó con acierto que lo que había estudiado la cría estaría, como poco, sesgado; que la historia de su persona le importaba a la chiquilla un pepino y que lo más importante para ella era que ya lo tenía aprobado.
Viene este prefacio a cuento de que buena parte de los españoles, o al menos los españoles del último siglo, desconfiamos, o tenemos una excesiva y nociva pereza por conocer la raíz de los acontecimientos de nuestra historia reciente, incluidos los de nuestro entorno próximo y hasta los familiares. Como mucho, nos convertimos en cotillas de ocasión, es decir: buscadores del entramado chismoso o morboso en historias antiguas. Nos perdemos en las explicaciones extensas del pasado, y no digamos en las complejas; y tendemos a resumir todo en pensamientos lapidarios breves y definitivos.
No sabemos convivir bien con lo engorroso y menos aún con las dudas. Todo ello nos incomoda y en ocasiones hasta atormenta; nos sentimos descolocados y vulnerables. Somos más de refranes; de vivas y mueras; de los colores determinantes como el negro, el rojo o los mil entreverados de gris. Solo andaluces, valencianos y algunos otros escapan en parte de este patrón y quizás sea por ello que en el norte se los tenga por horteras y algo más. Nuestra historia, tantos siglos dirigida y contada por la certeza de un dios, un rey y su espada, puede que tenga que ver bastante con todo esto.
Así que quién sabe si por todo lo anterior, la mayoría ha llegado a pensar, o mejor dar por cierto, que no necesitamos de más explicaciones y de esta forma nos hicimos tan perezosos de pensamiento como ávidos de agallas y colmillo.
«Es muy complicado el diálogo con las nuevas derechas».
Si aproximamos este conato de reflexión – que, claro, tantas dudas y preguntas suscita con razón- a las últimas décadas de España, hemos de coincidir en que, tras casi medio siglo de democracia, hemos sido incapaces de rescatar de los escombros de la incuria y hasta la violencia muchos de los más dolorosos cuentos con los que se nos explicó la república, la guerra civil y la paz de Franco. El esfuerzo de las últimas décadas para recuperar la memoria de los vencidos ha tenido muy magros resultados. La losa de la desmemoria se ha movido escasamente, en tanto que la verdad de los vencedores se mantiene robusta.
Los hombres de la Transición lograron hazañas colosales. La principal: contener la espada de los que habían vencido. Pero, a cambio, todo fue muy pronto silencio intencionado: Franco había muerto, olvidémoslo, por fin tenemos democracia. Gran parte de la generación de los que ahora llamamos boomers “se hizo cargo del encargo” y una gran parte de sus hijos y nietos desconoce que son herederos de oprobioso desconocimiento.
Hemos hecho democracia sin darnos casi explicaciones. Sin atender las alertas de las palabras y el pensamiento que en ocasiones advierten e iluminan sobre el presente; sin profesores que ayudaran lo suficiente a la reflexión y la práctica del debate sobre un tiempo que se quiso olvidar voluntariamente.
Las derechas duras, magníficamente inspiradas por los nuevos brujos de las políticas antiguas, y el afán revolucionario del nuevo empresariado maravillado con el poder brutal que le regalan las nuevas máquinas que traen las enormes tecnológicas se vienen haciendo cargo con toda rapidez y ambición de nuestra inmensa candidez y desmemoria; y dejan hacer y aúpan a nuevos líderes de la política que se inspiran en napoleones y caudillos de camisas oscuras de los treinta.
Así que en estos momentos, al igual que Carrillo no pudo hablar con la púber “porque ya había aprobado”, es muy complicado el diálogo con las nuevas derechas que llegan furiosas y motivadas con la boca llena de imperio, batallas y banderas, y también de insultos y amenazas. Además, una parte no desdeñable de quienes votan a la izquierda no están dispuestos a escuchar los ruegos ahora urgentes de los partidos a los que están más próximos. Casi todo es blanco o negro. El conocimiento, la razón y el debate caen en desuso; todo son consignas y ruido a todo color en las redes.
Puede que sea en parte por todo lo anterior que Pedro Sánchez, el PSOE, la otra izquierda y los nacionalistas no saben cómo salir del agujero de la amnistía destinada a perdonar a los principales protagonistas del procès. No han sabido explicarlo hasta el momento. Quizás porque las palabras razonables valen poco en estos tiempos, pues llegan desgastadas y acaso vacías. La mayoría no las atiende ni entiende, de ellas casi solo llega su ruido.
«El Presidente permanece atrapado».
Un asunto tan trascendente políticamente como una amnistía necesita de un tiempo suficiente para ser explicada y comprendida por la mayoría, es cierto, pero desde el primer momento debe ser anunciada y argumentada con las mejores palabras buscando, si no ser compartida, al menos sí entendida. Palabras y acciones complementarias que transmitan su utilidad para la paz y la concordia tras un episodio dramático y desgarrador que dividió a los catalanes y los enfrentó con el resto de españoles de manera muy grave y en ocasiones dramática.
Y esas palabras no acaban de producirse. La derecha grabó a tiempo y con hierro ardiente que Pedro Sánchez otorga la amnistía a los catalanes del procès a cambio de su apoyo imprescindible para ser investido presidente. Desde entonces, no han prosperado otras explicaciones: todo es un pacto del PSOE con el felón Puigdemont altamente ignominioso. Y de ahí no se ha salido: el Presidente permanece atrapado en ese poderoso cepo. No ha sabido, hasta el momento al menos, mostrar de manera creíble cuáles son las razones políticas, públicas y aun humanas que justifican una decisión tan trascendente.
Se sabe que la argumentación suficiente, como cantaba la Pradera en su conocida canción, ya no se estila, como defender con pasión y vocación de verdad causas públicas en positivo. Lo que de verdad pega en este tiempo es la unión contra un adversario hasta transformarlo en enemigo. Las derechas todas han cogido el caso bien y por el tallo. Muy difícil lo tiene el Gobierno y quienes lo apoyan para culminar la machada de revertir en algo mínimamente creíble lo ya muy abrasado. O mucho espabilan, o pudiera ocurrir, como en tantos otros acontecimientos trascendentes, que solo el tiempo y la historia traerán la respuesta justa.