Comida en El Pardo

Paula Nevado
Fotografía: Paula Nevado

Como quiera que renovemos de nuevo la tumba de Franco, Lolín, José Ríos y el que suscribe decidimos hacer nuestra comida anual en El Pardo. Total, está a un paseo del centro de Madrid. Habíamos convenido ir a la terraza cubierta del restaurante La Plaza, vamos, la plaza por excelencia de la señalada población que igual mantiene aún el nombre del extinto dictador. Pero no esperaba que el amigo Lolín, que nos transporta en su coche, tuviera tamaña enredadera de bandera de España colgada en el espejo retrovisor del vehículo. Sabía de su andar por la derecha, pero no había llegado a calibrar hasta qué punto. No quise leer el texto en negro que festona la franja gualda de la bandera a tiras que pende del techo a modo de moño caído. Para qué. Mejor no tentar a mayores sobresaltos. Claro que donde hay tanta bandera, a Franco se le respeta.

En este ambiente tan propicio, el extinto se coló rápido en la conversación: “¿Por qué quieren sacarlo ahora del Valle de los Caídos? Hay que mirar adelante y dejar el pasado en el pasado”. Me pregunto si vale la pena esbozar una explicación que pueda ayudar a Lalín a entender que sacar de allí los restos del dictador puede ayudar, y mucho, a cerrar heridas. Lo intento. «Su enterramiento en El Valle de los Caídos es un gran estorbo para empezar a considerar tan horrenda construcción como osario compartido por decenas de miles de españoles de ambos bandos muertos caídos en la guerra civil y después (…) ¿Qué hace el responsable de un genocidio allí?», remarqué con voz sonora. No le aclaré nada: “Hay que mirar al futuro. A mí no molesta que Franco esté enterrado allí”.  Así las cosas, para qué hablar de cunetas.

La Plaza de El Pardo nos recibe con la cara del viejo arrendatario rural que ha tenido una mala cosecha. La fachada de sus edificios visten de vieja pana y las cortinas en sus ventanas aparecen aún revestidas con recias telas de dril. Todo se quedó en los años setenta, aunque el asfalto recubre el adoquín de la carretera y se ha levantado un nuevo edificio, eso sí, calcado al que tiene al lado. No hace falta gran esfuerzo para recordar lo que allí se vivió a mediados de los setenta: el moro de guardia apontocado en la garita de la puerta principal del palacio; coches negros humeantes de allá para acá, y un pelotón deshilachado de periodistas agotados por las horas de espera y el brandy aguardando ateridos el rutinario parte médico. Sí, andas por aquellas aceras dos minutos y parece que aún agoniza.

Piedra eterna

El restaurante está ralo de clientes. Dos o tres mesas de jubilados (¿militares?). Han comido temprano de menú y se afanan en el tute. Se juegan la copa. ¿Qué copa? Se ven dos o tres tazas de café y algún vaso de chupito vacío. Casi sin dejar tiempo para acomodarnos, nos aborda “el jefe de todo esto” para hacernos recomendaciones. “Bueno, es que nosotros veníamos a comer arroz con gamo, ¿tienen?” “¡Claro, claro, cómo no vamos a tener!” Pero a continuación nos cuenta con detalle de mesonero, es decir, aguardentoso, algo pesado y siempre rural, que tiene un menú de escándalo. ”¿ Y qué trae?” “Tantos platos como dan ahora en esos restaurantes modernos pero con más fundamento”.  Y el fundamento es el de siempre: aquello que comía el sargento de regulares cuando terminaba la guardia. Claro que la estrella es la carne de ternera de Fontiveros. “Ya saben, el pueblo de Ávila que…” “Sí, sí, continúe, continúe, no se entretenga en detalles”. Tiene razón el mesonero, el solomillo a la brasa troceado es excelente, y el bistec levemente rebozado, tiernísimo y sabroso. El vino tinto y joven de Roa acompaña la caminata gastronómica como el mejor soldado. Acabamos como boas. No queda espacio para el postre, ni ganas de comer en dos o tres días. Pero Lolín se aplica una raja de sandía con la determinación que empleó el alférez de Tiradores de Ifni en el asalto de Teruel.

De vuelta para el centro de Madrid, José Ríos advierte al entrañable Lolín que esté atento a las señales, «pues en esa zona son un laberinto». “¿Me vas a decir cómo hay que ir por aquí? Si por estas carreteras soy casi como un taxista”. Y en segundos, nos dimos de bruces con las antiguas piscinas sindicales, la “charca del obrero” que se les llamaba con despectivo clasismo. “¿Y ahora por dónde salimos?” “Por el lugar que indiquen las señales”. Rodamos por un antiguo puente adoquinado sobre el río Manzanares. Miro a la derecha y creo ver un bullanguero campamento de la OJE. Pero no. Es solo una alucinación liviana producida, acaso, tras rodar la vista por una gran plancha de granito a la que  habían arrancado la forja de un considerable haz de yugo y flechas, el símbolo de la Falange. Pero permanecía impresa la huella de sus cinco puntas con trazos de herrumbre.

Sí, algunos muertos hay que enterrarlos muy bien. Por ejemplo, en la cripta del cementerio de Mingorrubio. Dicen que es espaciosa y de piedra eterna.

PAULA NEVADO
A Paula Nevado, su inquietud y sensibilidad familiar, le han llevado a formarse en diferentes disciplinas creativas y trabajos artesanales. Desde hace años se las tiene con la luz y sus caprichos para adobar con ellos las imágenes que le interesan. Con esta colaboración traslada de manera abierta la búsqueda del mundo que solo puede capturar su ojo. Puedes seguir su trabajo en Instagram: @paula_nevado

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*

Cerrar

Acerca de este blog