Son decenas de miles las personas que piensan en las últimas semanas que Pedro Sánchez está atrapado. Pero no es cierto. Que solo saldrá de este nuevo y excepcional match político si se doblega ante las exigencias de Puigdemont y ERC. Tampoco es verdad. Que, tal y como apuntan de feroces las bayonetas del nacionalismo separatista, no tiene más salidas que renunciar a la investidura o perderla e ir posiblemente a nuevas elecciones. Yerran también. Persisten en el desconocimiento del presidente Pedro Sánchez.
Es un osado, sí. Y un temerario con frecuencia, también. Pero es indudable que, al tiempo, viene acreditando una notable nómina de éxitos políticos y de gestión pública; un marchamo de gran transformador del (casi) agotado socialismo español, y algo aún más destacado y decisivo: está decidido a que las derechas españolas no se queden con el gobierno de España tras las elecciones de julio.
Es muy probable que en los últimos días y semanas varias personas de su entorno político e íntimo (también algunas de sus reflexiones) le hayan sugerido que abandone una apuesta política tan arriesgada y peligrosa para él, su partido y quién sabe si también para la estabilidad política y social de nuestro país. No encuentra razones suficientemente sólidas para rectificar. Sabe que a estas alturas dar marcha atrás, sin haberse esforzado hasta el límite, es perder: tendría que dimitir. Y no es de los que arrían la bandera en pleno fragor de las batallas. A Pedro Sánchez no le va a ocurrir como a Adolfo Suárez, otro presidente osado y decisivo, que se vio forzado a dimitir para impedir un golpe de Estado que, a pesar de su renuncia, se dio de igual manera.
Claro que la situación actual, siendo difícil políticamente, no es tan crítica como aquella. Así que si no llega a acordar con los catalanes es porque es imposible, no porque al cabo termine por arrugarse. La acusación abrumadora que viene recibiendo se nutre de la soflama de que prefiere que se rompa España antes que abandonar la Moncloa. Esta no es la traducción seria y honesta de su pensamiento y determinación política, más bien se hace fuerte en la Moncloa para que esta no sea tomada -al menos ahora- por las derechas españolas más radicalizadas desde los duros años setenta. Con esta explicación ya sería suficiente para entender su resistencia, aunque existen algunas más también sólidas.
«Se dramatiza la posible amnistía y sus efectos devastadores».
Una de ellas es que trata de impedir por todos los medios legítimos que España tome el relevo de Polonia en la vanguardia reaccionaria de Europa. Ello supondría un serio y muy grave tropiezo en el contexto de la pugna política que se libra contra los populismos de derechas nacionalistas que crecen en nuestro continente. Y que, en España, huelen al caciquismo tradicional de las viejas élites apoyado por un partido que se manifiesta como un movimiento postfranquista. Otra razón determinante es intentar superar, en este momento difícil de nuestro devenir territorial, el grave conflicto con Cataluña con el entendimiento, primero, con ERC, como ha venido siendo en la pasada legislatura; y ahora, arbitrando medidas de gracia para aquellos que idearon y ejecutaron el malhadado procès. Solución política excepcional, sí. Pero no nueva y única, pues ha venido siendo una práctica frecuente en nuestra historia contemporánea tan complicada y revuelta.
España, piensan socialistas y otros muchos españoles, no debería permanecer todo el tiempo sangrando por la herida provocada por el referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017. Se dramatiza ad nauseam la posible amnistía y sus efectos devastadores para España y su unidad nacional sin esperar siquiera a conocer el primer renglón del borrador del proyecto de ley, que la explica y concreta, y se podría enviar al Congreso de los Diputados. Se han largado al vuelo demoníacas suposiciones que coinciden en la criminalización política del presidente. El país se ha convertido en un río de lava que mantiene a más de dos mil grados televisiones, radios, periódicos, redes sociales y otros miles de campanarios dispuestos para la ocasión. El fin último es trasladar la sensación de que España es un Estado a punto de estallar.
«La solidez de su militancia es enorme».
El debate de investidura, que con probabilidad podría darse en pocas fechas, será el segundo gran acto de esta intensa tragedia de palabras, amenazas y abismos proclamados. Y vendrán más. La legislatura que comienza se anticipa como un tiempo para el infierno. La derecha, sus afectos y beneficiarios tratan de extender por todo el país la sensación de que asistimos a una cierta reedición del desorden de toda clase que hubo hace unos años en Cataluña y conmocionó a España entera. Muy mal rollo.
El veneno ultra continúa extendiéndose en el músculo de los españoles. ¿Tiene Pedro Sánchez que rebajar sus legítimas pretensiones para abrir a la derecha una vía mejor y confortable? No está dispuesto. Ni su partido, ni los gobiernos liberales y democráticos europeos. Claro que un ambiente permanente caldeado por las Furias contribuye a que se aflojen las piernas (se abran las dudas) de numerosos votantes socialistas que viven este momento con desasosiego y sufrimiento; un tiempo, además, sin que hayan recibido de los políticos que votan y siguen más explicación que el silencio.
Lo sorprendente es que aún no haya aparecido una corriente de opinión interna seria y crítica. Pedro Sánchez y su estado mayor siguen teniendo, además de tesón y fuerte determinación en su misión política, una gran suerte. La solidez que exhibe su militancia es enorme. Hasta Felipe González se ha estrellado contra su muro de granito.