
Siempre es bueno -por no decir necesario- acudir a lo que nos dice la historia cuando atravesamos tiempos convulsos preñados de amenazas y miedo. Estamos en uno de ellos. En la reseña que hace Andrés de Blas en el diario El País del sábado 11, sobre el libro Historia de la derecha española, escrito por el moderado profesor Pedro Carlos González Cuevas, leemos: “El punto de partida de la obra es la constatación de la existencia de dos grandes corrientes: la liberal-conservadora y la conservadora radical. Permanecen en todo caso como rasgos comunes a ambas su enemistad con la revolución, su pesimismo antropológico, su elitismo y su antiigualitarismo”. Las derechas actuales se movilizan, dicen, por la igualdad entre españoles. Como diría el cómic: ¡Ja!
Las derechas movilizaron ayer a decenas de miles de personas en todo el país -aunque marca la diferencia Madrid- bajo la enseña de un furor endiablado contra los socialistas. El nuevo gobierno que elija Pedro Sánchez, el que sea, quienes sean los que lo formen, es ilegal para ellos. En los últimos días, las derechas han dado un salto cualitativo notable en cuanto a verbosidad encendida de nombres y adjetivos: del gobierno ilegítimo (calificativo moral), que ha sido cualquiera de los formados por Pedro Sánchez desde 2018, se pasa al gobierno ilegal (calificativo penal). Es una exclamación fuerte, claro, pero casi ni llega a rascar la piel de quienes reciben su pedrada verbal, pues son tantos los insultos que reciben los socialistas en el gobierno.
La legislatura que comienza apunta hacia los cañonazos por numerosas razones conocidas y porque Aznar -ya sin otra máscara que la de su rostro- también insiste en que el PP debe pasar de las palabras -mentiroso, traidor, dictador y mil más- a los hechos. ¿Qué hechos? El PP de Rajoy, duro y trabajando casi siempre bajo la lámina del agua, o entre cortina y cortina, da paso a un Feijóo plantado en medio del porche, entre sol y sombra, mirando al frente con cara de escopeta.
«El PP sabe que sus embestidas verbales son falaces».
Ha comenzado convocando innumerables manifestaciones contra la amnistía avant la lettre, abriendo paso en la vanguardia a los jabalíes de la derecha y la extrema derecha, que clavan de manera más efectiva y sonora las palabras del viejo diccionario franquista: venenos en forma de piedra, bengalas y mobiliario urbano que vuelan como peleles. Así que el fin de semana que acabó han puesto a su electorado en alerta máxima contra el pacto para romper España del traidor Sánchez con el demonio Puigdemont.
La dirección del PP sabe que no es cierto que esto pueda ocurrir, así como que son falaces la inmensa mayoría de sus embestidas verbales. Pero es la manera más segura que tiene para ocultar la auténtica razón de su furia y gran desvarío, que no es otra que Pedro Sánchez, el dictador que una vez más -y van tres-, les deja sin gobierno por mandato de las urnas. Esta es la causa real de su furia homérica: una legislatura más sin poder mandar, sin ministros ni centenares de autoridades menores comportándose como siempre en su historia, satisfaciendo sus ambiciones y necesidades.
The Economist, el semanario-biblia económico, liberal y centrado medio británico, que tan bien conoce a los conservadores incluso más allá de las islas británicas, lo ha entendido bien y de manera rápida: la derecha popular no está enfurecida porque España vaya a romperse tras los acuerdos de los socialistas con los nacionalistas, sino porque no ha conseguido recuperar el gobierno.
«Eso es casi todo. Pantomima. Ficción».
Feijóo recaló en Madrid desde Galicia para llevarlos a la Moncloa; se le trajo para dar la batalla al felón y ganarla. Se le hizo saber que pidiera lo que quisiera y se le prestó todo tipo de ayuda y el máximo apoyo posible. Pero, al cabo, no salió bien, como las encuestas confirmaban y todos ellos esperaban. Pero no han digerido la derrota y se han colocado en la increíble dinámica de revertir los resultados cuanto antes. Insisten en que van a por unas nuevas elecciones de manera inmediata. Así pues, el gobierno de Pedro Sánchez será ilegal porque engañó al electorado al proclamar antes de los comicios que no habría amnistía para los hombres y mujeres del procés. ¿Los socialistas calificaron de ilegal al gobierno de Rajoy que prometió en campaña que bajaría los impuestos y ya en la Moncloa los elevó más que ningún otro gobierno en este siglo?
Claro que este relato incendiario lo construye el PP al tener la certeza de que Pedro Sánchez se les había adelantado. Con antelación, González Pons, uno de sus primeras espadas, había declarado en prensa que “Junts es un partido cuya tradición y legalidad no están en duda”. El PP estaba dispuesto a negociar con todos salvo con HB. Puigdemont era objeto de deseo codiciado después (y antes) de que Feijóo fuera interlocutor legitimado por el rey para buscar la investidura a la presidencia del Gobierno en el Congreso de los Diputados. Estaban dispuestos a cantarle Las Mañanitas al señor de Waterloo aunque pudieran sonrojarle. Pero Waterloo solo emitía silencio. Los socialistas más previsores venían trabajándose a Lucifer. El PP que antes de la campaña se creía ganador no consideró necesario hacer una llamada al palacio del exiliado, no fuera que alguien advirtiera el hollín del demonio en sus oídos.
Eso es casi todo. Pantomima. Ficción. Furia de hojalata. Mentiras para seguir manteniendo calentita a la parroquia. De haber estado atentos, es decir, de haber sido inteligentes para ser los primeros, es probable que hoy estuvieran impartiendo clases sobre las bondades de la amnistía y el reencuentro al fin de catalanes con el resto de españoles. Algo muy similar lo había conseguido Aznar en 1996. Dio todo lo que entonces pedían catalanes y vascos en unas semanas para jugar al pádel en los campos de la Moncloa. El entonces líder del PNV, Xavier Arzalluz, lo resumió bien en pocas palabras en vasco y español: “Hemos conseguido de Aznar en unos días más que en trece años con Felipe González”.
«El PP ha reavivado a la extrema derecha».
Juegan con España y sus símbolos como si fueran los propietarios de la españolía auténtica. Aunque su vocación única y verdadera es detentar el poder político, que es el que en definitiva cierra la geometría de todos los demás poderes: económico, judicial, de la Iglesia… Además, Madrid solo conoce de esa materia que en los últimos años acrecienta y aprovecha con avidez su presidenta Díaz Ayuso, que viene a confirmar de hecho el célebre artículo que hace dos años y medio publicara Iñaki Anasagasti sobre la capital: “¿Y si el problema no fuera ni Cataluña ni España? ¿Y si el problema fuera Madrid? (…) Madrid como lugar donde una pequeña élite improductiva siente peligrar sus privilegios. La casa real, el corpus político, la ingente cantidad de funcionarios de alto rango, la cúpula militar, los miembros de los consejos asesores de las mayores compañías del país, la plana mayor de la judicatura superior, conferencias episcopales (…) Ese grupo, que es reducido comparativamente, acumula una gran cantidad de poder y capital”. No quieren que nadie moje en esta yema y menos compartir el pastel con otros territorios, comunidades autónomas, ciudades y pueblos.
Todo lo anterior, sin embargo, se puede definir a lo cheli como un mal rollo. El PP ha reavivado, y de qué manera, a la extrema derecha que difícilmente va a poder contener, pues él mismo participa de idéntico objetivo: tumbar al gobierno. Quién hubiera pensado que el experimentado Feijóo, el prudente Feijóo, habría de interpretar ahora papeles destinados a la derecha más reaccionaria. O reflexiona muy pronto junto a los mejores que tenga a mano, o puede que rápido sea él quien deba entenderse con Marine le Pen en Francia; con Meloni en Italia; con Orbán en Hungría; o con los líderes de Alternativa por Alemania (AfD).
Pedro Sánchez, su gobierno y el PSOE le han adelantado de nuevo. Al candidato socialista, salvo calamidad imprevista, le van a votar para presidente del Gobierno la inmensa mayoría de los grupos parlamentarios representados en la Cámara de diputados menos el PP, Vox y UPN, el único partido satélite que no ha abandonado a los populares. La estabilidad política de España y su caminar ordenado, al que tanto apela Feijóo, no deberían sufrir por su fracaso y torpezas varias.