La batalla política no acaba nunca en las ‘aldeas galas’ de Europa

Hasta el nacionalismo separatista catalán tan robusto, agresivo y abundante se agrieta. Incluso el odio lo enfrenta. Es la única noticia esperanzadora de los últimos días. Porque pasamos una larga mala racha. Estamos mal no solo en Cataluña y España: Europa entera se adentra en su invierno más incierto e inquietante en los últimos setenta años.

El mal no viene de Putin solamente. En realidad, viene gestándose desde hace varias décadas, cuando las escuelas económicas liberales comenzaron a chuzar el bienestar económico y social y la estabilidad política que traía la alternancia entre democristianos y socialdemócratas. El crecimiento económico equilibrado y la conquista de derechos civiles comienzan a ser criticados con dureza. A los primeros que se atiza es a los sindicatos y, más tarde, es la izquierda socialista: “Nuestra economía se la comía la grasa”.

Comienza el tiempo del adelgazamiento de lo público. La privatización de empresas y servicios públicos se convirtió en la panacea del bienestar. Se deslocalizan miles de empresas, que vuelan a producir a bajos precios en Europa del Este y el Extremo Oriente. El futuro se halla en nuestra capacidad tecnológica y de innovación. El talento y la investigación futura son nuestros, de Europa y Estados Unidos. Vivimos unos años gloriosos entre los dos siglos. Nos hicieron creer que éramos millonarios: casa, coche, vacaciones y hasta becas. Y hasta algún brillante politólogo llegó a escribir (y hacerse rico de paso vendiendo libros) que habíamos llegado “al fin de la historia”, o sea, que nuestras sociedades entraban en una especie de nirvana en la Tierra.

 

«No solemos advertir que estamos en peligro».

 

La crisis económica y financiera de 2008 vino pronto a desnudar el mito de ultraliberalismo milagroso emprendido en Occidente. Los banqueros, sus universidades y think tanks empresariales y políticos se emplearon a fondo para que nadie los desplazara, mientras millones de ciudadanos se quedaban en paro y desnudos. Sin futuro. La gran riqueza acumulada por todos en gran medida fue humo y mentira. El bocado que quedó se lo zamparon los grandes ricos y nuestras sociedades quedaban cuarteadas: una gran desigualdad, demasiados pobres. En decenas de millones de trabajadores y pensionistas la rabia no deja de crecer desde entonces.

El nacionalismo, la ultraderecha y los resabios radicales de la ultraizquierda comienzan a ganar terreno. Aparecen con sus viejos pendones, proclamas y rezos y hasta olvidados ídolos y dioses. Comienzan a atraer la atención de desposeídos y radicales. El descontento crece tan rápido que, en menos de una década, la ultraderecha europea araña el 20% del voto y gobierna en varios países. Se alimentan del desierto empresarial de amplias regiones europeas, pues sus empresas volaron a Oriente y las levas incesantes de migrantes de otro color, que llegan para hacerse cargo de los harapos de empleos que nos quedan (y tampoco queremos). La ayuda de algunas redes sociales y la intoxicación asfixiante de unos pocos malditos hacen el resto.

En estas, aparece en nuestro oriente europeo Putin, un autócrata con refajo y medallas de otros tiempos (también con la mentalidad de los arcaicos emperadores) invadiendo Ucrania y llevando a Europa a una crisis energética y política de extraordinaria magnitud. En estas estamos. Asustados, sí, pero aún confiados. No en vano los textos de los mejores historiadores informan que el comportamiento humano fue siempre más o menos como el de ahora. No solemos advertir (darnos cuenta) que estamos en peligro, más allá del relacionado con nuestros quehaceres diarios, así que pocas cosas molestan a nuestros afanes cotidianos. Nuestras cabezas no están preparadas para anticipar conflictos colectivos que acaban mal o muy mal.

 

«Los más conscientes están aterrados».

 

Pasamos por uno de esos momentos extremos. Las bombas que se lanzan rusos y ucranianos no son tan lejanas y ajenas como las de otras guerras (por ejemplo, España salió muy beneficiada de la I Guerra Mundial con su neutralidad). Ahora, todas estallan sobre un suelo europeo que ya no es solo un continente físico salpicado de múltiples estados y centenares de historias únicas y heroicas (naciones). Europa decidió a finales del siglo pasado caminar hacia la unidad política y económica, y en eso se empeña. Nos queda un gran trecho, pero los lazos que nos unen son muchos más de los que podemos imaginar. Somos una fenomenal maquinaria económica, tecnológica, intelectual y moral (sí, la democracia como sistema político de valores), pero con más desequilibrios políticos que fortalezas; más cautelas que determinación, y un temor creciente a perderlo todo. Se ha desatado una guerra en nuestro continente y nos ha cogido casi desarmados y  con una población que se olvidó de qué es la guerra.

Los más conscientes están aterrados. Sin embargo, a la mayoría le preocupa su día a día. Temor y fiesta conviven, y en secreto creen que más pronto que tarde todo se calmará como “ha ocurrido siempre con las cosas de Bruselas”. Aunque en esta ocasión no parece tan claro. Las guerras se sabe cuándo y por qué comienzan, pero nunca cuándo y cómo van a acabar. Lo que sí vamos comprobando es que los enconos políticos en nuestros países no cesan, sino que se envilecen cada día más. La oposición busca hacerse con los gobiernos aprovechando el malestar, pero sin hacerse cargo de las causas. Quizá por ello, en España pide que los escaparates no dejen de brillar nunca. Y es normal, Berlín bailaba y bebía en sus múltiples cabarets mientras las tiendas y negocios de los judíos eran reventadas y saqueadas.

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