Nos vamos a ver lobos

Paula Nevado
Fotografía: Paula Nevado

Nuestra súbita preocupación por la naturaleza llama a deshacer malos pasos dados tiempo atrás. Hemos vaciado más del 80% del territorio nacional dejando allí, al abrigo del viento, solaneras, pobreza y destierro. Pero los vivos que aún quedan y los urbanitas que se unen a su queja y protesta vienen sumando pequeñas batallas emocionales, que les llevan a observar los despojos de lo rural con ternura, e incluso logran que  algunos se planteen regresar a ese espacio de memoria en el que no hay lugar para la sorpresa, pues todos los días amanece y corre su cortina la noche como el primer día que dios parió el mundo. ¡Qué sosiego!

Todo camina lento. El lamento por la pérdida crece más que la caravana ciudadana hacia la tierra que conquista el desierto o encarcela el bosque. Pero se dan pasos. Uno de los más sonados – ¡aaauuuuhhhh! – fue la paulatina y sorprendente reintroducción del lobo, el oso, el lince, las grandes rapaces…  A la mayoría de esas especies replantadas las han contado. Sabemos el número de lobas que paren en la provincia de Zamora. Los naturalistas y la Administración pública dan cada dos por tres noticias de su expansión y progresos. El urbanita tiene así una nueva distracción: hace turismo para avistar lobos, loberas y culebras de cadena.

Se incentiva la repoblación de pueblos remotos. Alcaldes, diputaciones, autonomías y, si me apuran hasta el Corte Inglés, se afanan en extender alfombras de facilidad para la nueva aventura de la naturaleza. Han logrado algunos progresos, pero todo va muy despacio. Cada año se cierra con un puñado más de vecinos en pueblos contados. Pero se marchan más de los que llegan: la pobreza continúa ganando. Y la queja continúa minando a la esperanza.

 

«¿Qué es un buen pueblo rural?»

 

Ahora, el Gobierno promete planes e inversiones notables. El enfoque es parecido a lo que venimos conociendo tiempo atrás, pero con mayor ambición y dinero. No se conoce, al menos de momento, el lanzamiento de proyectos para provocar que la tierra, el agua, el árbol (la planta), el viento y el hombre se abran hasta ofrecer la riqueza que atesoran. Los grandes lienzos boscosos de la umbría permanecerán cumpliendo su función de pósteres naturales; las albercas, acaso, acaben transformadas en piscinas; la carretera, el alumbrado y hasta los restaurantes puede que mejoren. Habrá aumentos notables en la producción de los huertos de la vega y las dos empresas de grabado industrial exhibirán neones y pagarán sueldos decentes.

Pero esta forma de retornar al pueblo no parece sincera. De alguna maner,a se trata de encontrar las comodidades de la ciudad en la pureza natural del pueblo; disolver los estragos de la urbe sin dejar de ver las series de las plataformas televisivas y continuar dándole al dedo de me gusta/no me gusta. Está por ver si al final todo terminará siendo naturaleza adulterada en lugar de buen pueblo.

Porque, ¿qué es un buen pueblo rural? Podría decirse que es el que vive principalmente de la naturaleza circundante: bosques, ganadería intensiva y extensiva; grano, huerta e industrias conexas; recreo, fiesta y tradiciones genuinas. Las comunicaciones modernas, la tecnología avanzada, la curiosidad del nómada digital y el empresario imaginativo le añaden un plus extraordinario al comunicar ese culo del mundo con las galaxias. Aunque escasa ayuda aportará si el bosque no regala riqueza; si la ganadería es exportación de reses vivas; si la huerta y la caza no son abundantes y únicas; si la transformación y presentación de sus productos no enamoran. El bosque, la vega y la quebrada, al cuidado del ingeniero conservacionista y el ecologista utópico, terminan convertidos en selva (silencio de insectos y de píos); y la cabra se reconoce como su primer enemigo.

 

«La naturaleza verdadera espera que convivamos con ella».

 

La naturaleza, para ser feraz y feliz, ha de ser productiva; regalar a manos llenas desde el carbón vegetal a la seta de cardo. Si vamos al pueblo buscando aire limpio, tranquilidad y un sueño para el derrotado, despidámonos de esos anhelos si solo los contemplamos desde la ventana alta mientras el ordenador suena. Vivir en la naturaleza no tiene nada que ver con asomarte cada mañana a un parque de robles o una nava dedicada al cultivo de maíz, mientras retocamos ese boceto digital del piloto trasero de un nuevo automóvil que nos llegó por onda desde un remoto Wuhan. La naturaleza expresada de esa manera tan amaestrada terminará aburriendo en tanto muta al ritmo natural que le corresponde, sin haber podido ayudar ni ser asistida.

Los montes con sus nieves o secarrales de aulagas; los robledales llorosos de regatos y frondosos en musgos y el caserón resquebrajado del último señorito solo son paisajes románticos para nuestros ojos. La naturaleza verdadera espera siempre a que convivamos con ella desde la cercanía de la azada, la poda, el plantón y el acarreo.

En los últimos meses de añoranza y deseo de la España vacía, cuando varios millares de jóvenes, y otros muchos que no lo son tanto, deciden asentarse en el pueblo semi abandonado (cascarón de lo que fue), les sorprende el desguace de sus viviendas y ese frío y esa humedad goteante todo el año. “Aquí no se puede vivir”. Y no les falta razón. Esos enclaves, que acogieron las vidas de otro tiempo (pobreza y mal vino), son solo una parte del abandono de comarcas enteras.

¿Es posible enderezar tanta zarza? Sí, todo es cuestión de empeñarse. Es algo así como nuestra especial conquista del Oeste.

PAULA NEVADO
A Paula Nevado, su inquietud y sensibilidad familiar, le han llevado a formarse en diferentes disciplinas creativas y trabajos artesanales. Desde hace años se las tiene con la luz y sus caprichos para adobar con ellos las imágenes que le interesan. Con esta colaboración traslada de manera abierta la búsqueda del mundo que solo puede capturar su ojo. Puedes seguir su trabajo en Instagram: @paula_nevado

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