No hay placer más definitivo que el ser atrapado por la belleza, ni red más liberadora que la que te lanza la naturaleza ubérrima y feliz. Mi maestro don Jesús se compadecía de los infelices que no se sentían atraídos por las esculturas griegas, y no comprendía que pudieran existir personas que no se sintieran plenas al observar un valle de aguas o se vieran arrastradas por los silbidos de la primavera en las sementeras.
Tendría diez o doce años cuando asistía a sus lecciones escuetas y tranquilas. La sabiduría no se manifiesta como los volcanes, sino que llega lenta y embarcada siempre en la sonrisa de la calma. Pero todas estas lecciones me alcanzarían después. En aquel tiempo de niñez, con las alforjas de la memoria enormes y tan prestas, solo almacenaba palabras, imágenes y sensaciones; la rumia y pensamiento llegarían años más tarde.
Viene esta introito a cuento del irrefrenable y repentino impulso que me hizo detener el coche en no sé qué kilometro de la N-VI, aunque era seguro Tierra de Campos. Había quedado a comer en el parador de Villafranca del Bierzo. Ya llegaría. Me detuvo una reiterada imagen de amapolas en el horizonte próximo y, más allá, trigales verdes y amapolas rojísimas bailando entrelazados por el viento. Paré y me senté sobre una bionda de la autovía que saludaba al horizonte de variados tonos de verde y rojo agrupados en hileras difusas. Trigales enrojecidos y al fondo, grandes olas de cebada.
Intenté aspirar emociones desde esa atalaya improvisada, pero no acababan de llegar. Supuse que, como en tantas otras ocasiones, era la carretera con sus ruidos y mi torpeza de espíritu, causada por la bilis de la ciudad, quienes me impedían respirar y saborear aquel brochazo de primavera deslumbrante. Caí de un salto sobre el suelo esponjoso del trigal y tras unas cuantas zancadas, abantas y nutritivas, estaba sobre un montonejo de cascajo donde me atrapó de manera vertiginosa la naturaleza con su red de oro y me llevó con un soplo mágico a ese estado en que el hombre es un elemento más del ambiente, quizás el más pequeño y desvalido de todos, pero el más feliz.
«La llanura de mieses sin horizonte regala una sinfonía majestuosa».
A partir de este momento comienza ante mis ojos, manos y frente el desfile de porteadores de tesoros que ha dispuesto la naturaleza para mí. Algunas hormigas menudas pasean diligentes lomo arriba del zapato y dos o tres grillos de los mil que rascan alas en ese instante se despiertan a un metro de mí. Descubro, decenas de años después, el canto del triguero a unos treinta o cuarenta metros, e imagino que debajo de tantas espigas que se abanican, estará picoteando la codorniz y acechando la culebra. La cogujada, con su silbo tan definido, se une al coro. Pían sobre mi cabeza un par de carroñeras, que bien pudieran ser zumayas, vigilantes de la carretera, y en un momento imprevisto, cuando el viento cede unos instantes (o se detiene para respirar), la llanura de mieses sin horizonte regala una sinfonía sonora majestuosa: desde el mosquito pajero hasta la perdiz con sus polluelos a peón se manifiestan.
Llegué tarde a comer al parador. Guillermo, coloradote y risueño, había dado buena cuenta de una ración de quesos de León y casi una botella de rosado picudo. Nos dimos un largo abrazo y no me dejó siquiera pedirle disculpas: “Refréscate con el embutido que te apetezca, que pasamos de inmediato al botillo”. Aquella tarde tenía que haber llegado a La Coruña, mas pasadas las siete eran cuando, observando el lienzo de montañas más desventradas de carbón de España, Guillermo me contaba sus historias con las nieves de aquellos ancares tan pronunciados. Y de los lobos, que de nuevo llegan a las lindes de aquellos poblados. “Aún se les tiene miedo”, dijo, con una mirada que se me antojó sombría.