
El miedo es una sensación muy subjetiva. Mi tío José decía que es como el vértigo, unos lo tienen y otros no. También lo creo yo, aunque es verdad que a la inmensa mayoría de humanos, por ejemplo, los acojona el lobo, como con acierto también sostenía mi tío.
Pero a mí nunca me han asustado los lobos, o solo me pudo ocurrir en una ocasión cuando la pastora Nemesia gritó “¡Ahí va el lobo, ahí va el lobo!”, y lo vi. Su cabeza importante, hocico claro, orejas gachas, algo achaparrado y rápido. Sus nalgas peludas y blancas. “¡Ahí va el lobo, ahí va el lobo!”, insistía Nemesia. Pero ni los perros ladraron, ni la pareja de mastines, Antón y Teresa, aparecieron. No obstante, Nemesia y yo habíamos visto al lobo. Ella con alarma y yo, que entonces no supe definir el sentimiento, puedo decir ahora que con placer.
En ocasiones, había oído aullar a los lobos de noche en el cortijo junto a mi padre, mi tío y los mozos. Y también había atendido intrigado a las largas charlas de Ramón, el carbonero, en su chozo gigante cuando iba a jugar con sus hijas. “Los lobos son necesarios, despejan el campo de alimañas, mantienen atento al ganado y alerta a los perros. Con dos buenos mastines, cuatro podencos y una escopeta cuando sea menester no hacen daño, o no más que las víboras y otras desgracias. A mí me gustan. Solo comen por necesidad, y ya quisiéramos los hombres criar a nuestros hijos como ellos a sus cachorros. Estos campos sin lobos, venaos y conejos creo yo que llegarían a secarse, fíjate”. “¿Secarse? ¿Que dejaría de llover?” “No, que ya no serían lo mismo, a mí no me gustarían”.
Ramón emigró pronto, lo más probable es que partiera tras conocer que alguien había abatido a la última loba de Campo Alto. Siempre he creído que fue aquella de las nalgas blancas que Nemesia y yo vimos perderse entre las mansiegas de un arroyuelo una tarde de verano.