
Lo que te da el campo sin necesidad de ofrecerle la mano es infinito. Basta con que decidas tomarlo, sentirlo. Hace unos cuantos años, ella me descubrió uno de esos múltiples regalos que distribuye y que desconocía en su más amplia dimensión.
Si te apartas unos kilómetros del asfalto y te lo propones, volverás a casa con un ramo vegetal: esquejes de mil clases de árboles o arbustos, lanzas finas de innumerables especies de hierbas coronadas de mil formas de semillas, o las flores que te tropiezas. Solo se necesita una cierta sensibilidad, paciencia, capacidad de observación y un mínimo sentido de la armonía. Y, claro, ganas, necesidad de verte acompañado de la más humilde de las bellezas: la silvestre.
Al observar cómo ella encuentra en una cantera abandonada rarísimas orquídeas salvajes, o cómo la flor de cardo de la cuneta luce en un enorme jarrón, enamorada del lentisco, solo puedo recordar los memorables despistes de mi padre camino de la faena o al regreso de ella. “Sigue tú con las bestias, niño, voy a tu encuentro antes de que llegues al arroyo Romano”. Sabía que volvería con algo rico para comer o picotear. En todo caso, siempre traía un regalo. En ocasiones, eran dos buenas almorzadas de arvejanas verdes o una borsillá de cornachos; otras, un buen manojo de hinojos entresacados y recién lavados en el arroyo. Tras otros trasiegos, acudía con el sombrero lleno de setas de álamo o de cardo. También de fonses pequeños, nuestros humildes boletus o sabrosos gurumelos.
Un jarrón repleto de rosas mantosas
Tras uno de sus garbeos llegó anunciando con la expresión felicísima de su cara algo extraordinario. ¡Había alcanzado a un perdigoncillo a peón! Lo mantenía entre sus manos con la suavidad de la gamuza y la seguridad del cerrojo. Lo crió mi abuelo. “Canta bien, pero es dispar”, decía. Lo llamó Pío. Tras otra perdida, acudió con cuatro huevos de paloma. Blanquísimos. “Los cocerá tu madre y verás qué buenos están en la ensalada”. No los comí.
Y así, mil milagros más que darían para decenas de folios. Siendo algo mayor, observé un día en la mesa de la sala de estar de mi casa un jarrón repleto de rosas mantosas. Me maravillaron. “Las trajo anoche tu padre. Casi nunca trae flores, con lo que a mí me gustan”. “Pero ayer sí, estará enamorado”. “¿Qué? Jajajajaja”.