Esa flor lila moratosa

Dibujitos de Bullito que fotografía Paula.
Fotografía: Dibujitos de Bullito que fotografía Paula.

Le debía a Lourdes unas palabras sobre el cantueso. Verás, cuando somos pequeños (mu chicos, decimos en mi Sur), supongo que nos acercamos a las personas y a las cosas que nos rodean por estímulos muy simples, nada lógicos pues no tenemos razón, somos criaturas. A tu madre porque es tu madre (no hace falta añadir mucho), al perro porque todos lo acarician y mueve la cola, a la calle porque es el mundo desbordado, y así.

También hay sonidos que nos atrapan: el miau del gato, el pío del jilguero en la jaula y los colores. ¡Ay, los colores! De no tener a la madre cerca, la atracción de los rojos, los amarillos, los naranjas, los… nos hubiera electrocutado a muchos la vida.

Y aquí llega el cantueso a mi vida. Siendo criatura aún, entre cuatro y seis años, alrededor de las flores de una mata de cantueso próxima a la vereda que iba del cortijo al huerto, bailaban con su zzzzzuuuuummmmm algunas abejas que, por supuesto, no debí de ver porque ni las conocía, ni me llamarían la atención (ruido pardo). Pero la flor lila moratosa tan brillante, sí. Y allí fui: a cogerla. Y me picaron dos o tres meleras.

Ahora solo me acuerdo del llanto, ni siquiera del dolor. También ahí debí de retener para siempre el olor del vinagre, pues fue mi cura mezclado con tierra cernida. A esa flor la llamaban tomillo borriquero de forma despectiva, pronunciada con cara de asco y mueca como de escupir por esa boca. Desde entonces, el tomillo borriquero no se me olvida.  Subido en la yegua de mi padre, en la bicicleta más tarde o cuando algarineábamos por los alrededores del pueblo siempre lo divisaba: «Ahí está el borriquero».

 

«Cada vez que oigo su nombre me llega el olor».

 

Un poco más tarde (aligero, aligero) – yo ya leía y hacía más cosas clandestinas – pasé (bueno, atravesamos varios) por una umbría repleta de cantuesos, aulagas, hiniestas dispersas y tres o cuatro guindos salvajes en el ribazo de un regajo. Encaramado en la cruza de un guindo, comiendo a carrillo lleno del ácido más dulce que guarda mi memoria, me llegó la imagen en movimiento de varias matas muy altas y alegres de cantueso. No tuve el rechazo de otro tiempo. Me gustaron.

Al bajarnos como mirlos ahítos de los guindos, me acerqué a ellas. Eran tan grandes que nos llegaban al pecho. Olían de maravilla. Con mi buena mano, la zurda, apreté dos o tres veces la corona de sus flores y las fui oliendo hasta llegar a los Pilones, nuestra piscina de arroyo.

Desde entonces, cada vez que oigo o leo su nombre me llega el olor, o la emoción de ese olor. También pienso que mi madre, tan sabia como son las madres, me dijo aquello de borriquero para que la repulsa me hiciera alejarme de él por si las abejas. Puede ser.

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