De reyes

Paula Nevado
Fotografía: Paula Nevado

El agosto que termina no ha sido el deseado de calma chicha. Han sucedido (y se mantienen vivos en su más que notoria gravedad) numerosos acontecimientos, algunos de ellos extraordinarios. De nuevo, la COVID-19 sorprende a investigadores, especialistas sanitarios y responsables políticos abrasando de infección a millares de personas cuando nos habían hecho creer que la segunda oleada llegaría pasado septiembre, quizás en octubre. Se vuelve a demostrar que los entendidos desconocían casi todo del bicho al que van descubriendo a medida que observan cómo mata, o lo que es igual: siguen su rastro a través de las autopsias.

La pandemia lo sepulta todo con su manto de dolor y miedo, como viene sucediendo con la defenestración de la protolideresa Álvarez de Toledo, que encandila tanto a Borjas como a Cayetanos y hasta descamisados encabronados; la marcha de Messi del Barcelona o la escapada del rey emérito don Juan Carlos de Borbón. Sobre todo, de ello se habla en los titulares secundarios de informativos y se insistirá durante tiempo, porque en realidad nada ha concluido, sino que más bien se inicia una carrera de acontecimientos.

El más sorprendente de todos – COVID-19 aparte – se refiere a la (¿huida?) del rey emérito. Habría que anotar antes que nada que el episodio insólito de su salida clandestina (se anuncia cuando se supone que ha llegado a un destino que solo se dará a conocer quince días más tarde) constituye hasta tal punto un insoportable esperpento que lo único que parece terrenal son las investigaciones que se le vienen realizando por graves delitos económicos. Todo lo demás se antoja inaudito, incompresible, lamentable y un punto bufonesco sin paliativos.

 

«El emérito ha dejado a los ciudadanos estupefactos y burlados».

 

¿Cómo es posible imaginar que alguien ideara la peripecia de hacer público un comunicado de la Casa Real en el que se informa que el rey emérito ha salido de España a un lugar que no se da a conocer aportando por toda explicación que así lo ha querido don Juan Carlos y aceptado su hijo el rey? Todo para evitar – se trata de justificar después – una fortísima e insufrible polémica política que abrasaría a la institución monárquica si don Juan Carlos permanecía en España durante el tiempo de instrucción judicial por los delitos que se le imputan.

Algo parecido se pudo pensar sobre la información ofrecida por el presidente del Gobierno que fue ninguna. O sí, dijo algo llamativo por lo insólito: que toda información sobre el affaire correspondía a la Casa Real y sería suministrada por la oficina de la Jefatura del Estado. ¿Tampoco cabe que intervenga en la cuestión el Parlamento soberano? La Mesa del Congreso de los Diputados, así como su presidenta, se mantienen en silencio, y no ha habido grupo parlamentario relevante que solicite un debate plenario sobre el particular. Porque no es baladí insistir de forma machacona en que se trata de la escapada de un señor que fue rey de España durante cuarenta años; que aún hoy es el tercero en la orden de una hipotética sucesión a la Corona y ha dejado a un país y sus cuarenta y siete millones de ciudadanos boquiabiertos, estupefactos y burlados.

Se trata de un disparate tan monumental que solo puede suavizarlo el aluvión de memes y chistes que el alma cómica, cachonda, irónica y hasta cínica de nuestros paisanos hace fluir en el océano de las redes sociales. En realidad, el monumental error (y bastante más) de la escapada del emérito ha provocado un estupor tal que ha devenido luego en bochorno y vergüenza de toda una generación de españoles que apoyaron y hasta alabaron su gran labor en pro de la restauración democrática de España y, más tarde, su contribución al brillo que pudo ofrecer al mundo después de siglos de guerras, crueldad y abandono.

 

«El rey dejará de ser una figura inviolable».

 

¿Cómo es posible que este hombre se moviera en el avaricioso lodo del acaparamiento delictivo de millones de euros del que se le acusa? ¿Por qué nadie antes lo advirtió? ¿Cómo es que ninguno se atrevió, no ya a detenerlo en su afán, si no tan siquiera a denunciarlo? ¿Por qué se permitieron décadas de opacidad de obsidiana al inquilino de la Zarzuela?

Ahora los poderes públicos, gran parte de los medios de comunicación y millones de españoles abochornados, a pesar de todo, hacen lo posible para aplacar el efecto del escándalo abierto, poner silenciador a la bronca y hasta tragarse la quina de no reabrir el debate monarquía versus república. Será, de alguna manera, porque la mayoría quiere creer que bastantes problemas tenemos como para meternos en un terreno tan propicio para las arpías y millones de abejas soterrizas, y porque quizás resulta más cómodo dar una oportunidad al rey Felipe VI, que no parece caminar por las selvas pantanosas de su padre, al que de hecho ha liquidado aunque aún no ha despojado de sus títulos.

Pero el volcán volverá a regurgitar fuego con nombre de comisiones ilegales, paraísos fiscales, regalos fabulosos y hasta otras cuentas opacas. Todo tendrá un coste enorme para la figura histórica del rey emérito y la casa Borbón, y será un nuevo baldón de plomo que se colgará en los magullados hombros de esta tierra llamada España. Si a pesar de todo nuestro país mantiene como parecería razonable a Felipe VI en la Jefatura del Estado, no quedará más remedio que acometer con urgencia una reforma constitucional capital: el rey dejará de ser una figura inviolable. Algún veterano periodista que siguió la gestación de la Constitución recuerda ahora la “insistencia de la Casa” sobre los ponentes constitucionales para que el nombre del rey Juan Carlos quedara esculpido en ella como inviolable.

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