Mochuelos

Dibujitos de Bullito que fotografía Paula.
Fotografía: Dibujitos de Bullito que fotografía Paula.

Cuando mi cuarto era todo oscuridad y silencio, la casa dormida, la calle desierta y hasta los gatos callaban, yo abría los ojos y los veía iluminados como el niño dios de navidad. Piaban, graznaban, hasta maullaban a toda garganta, aunque solo yo los podía oír. Las cuatro crías de mochuelo tenían toda el hambre del mundo. Sacaba del primer cajón de la mesilla de noche una caja grande de las pastillas juanolas, llena de moscas muertas, y a cada uno le alcanzaba hasta el pico cinco dípteros. Al terminar el rito, callaban, cerraban sus enormes ojos amarillos rayados a medida que se apagaba el nido al pasar del blanco reluciente al triste amarillo, para rápido quedarse en un color pavo que se desvanecía.

Así ocurrió durante muchas noches, o quizás madrugadas, hasta que el viaje a Ronda – todo excitación – terminó con el hechizo. Este despertar mágico lo conté muchos años después a algunos amigos y familiares y no hubo nadie que no lo creyera. Llegué a pensar que lo debía de contar con magisterio para que lo sintieran como real, una historia auténtica.

Así era. Una tarde calurosa de primavera, las herraduras de la yegua arrastrando el polvo de la vereda y mi padre con la chambra al hombro: la dehesa era un concierto desordenado y sinfónico de múltiples sonidos. El piar de los pájaros competía con el  sssssssssssss manso del viento contra los alares arromerados del encinar, el beee cencerrero de un rebaño de ovejas lejano y el piafar periódico y riguroso de la yegua.  De pronto, la algarabía niña muy próxima de unos pollitos. Estaban al lado. Mi padre detuvo la caminata, contuvo la jaca y aguzó el odio. “¡Mochuelos! ¡Son mochuelos! Están cerca; allí, allí, en el villar”. Ató la alazana a la rama de un quejigo y corrió hasta un promontorio de piedras bien ordenado.

 

«Allí estaban cuatro polluelos de mochuelo hambrientos».

 

Salté de la enjalma (también por encima del grito de mi madre) y salí chutando hasta el villar que, con sumo cuidado, desmontaba mi padre. Antes de que yo llegara me alcanzó su sonrisa enorme y la mirada alegre de unos ojos como soleadas piedrecillas verdes: ¡había visto el tesoro! Allí estaban cuatro polluelos de mochuelo con sus picos tan abiertos como escandalosos; gargantitas rosadas en unas cabezas prominentes y cuerpecillos revestidos de un plumón pardo negruzco atravesado por rayones deslucidos de amarillo blancón. “Tienen hambre”, dije. Pero mi padre ya se había percatado y buscaba alrededor no se qué para aliviarles la gazuza. Un hormiguero próximo vino en nuestra ayuda. Durante unos minutos no hicimos otra cosa que acarrear hormigas para calmarlos.

“¿Nos los llevamos al cortijo?”. “No, hay que dejarlos con sus padres. Míralos, míralos, están revoloteando preocupados por si los maltratamos”. Volvió a poner las piedras que ocultaban el nido y nos fuimos, aunque ese nido se vino conmigo para siempre.

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