
Estaba atrapada por el alambre herrumbroso de un vetusto cepo de tabla. Aleteaba levemente y sus ojitos – punta de alfiler de acero brillante – centelleaban con el primer sol. Era un pajarito pequeño, casi la mitad que un gorrión, y también pardo como el señor de nuestras calles y plazas. Estaba vivo. La fortuna había querido que el brazo móvil de la trampa al saltar le alcanzara con una parte ovalada que dejaba un hueco al chocar con la fija. ¡Tenía un cuello tan mínimo! Al palparle, mientras revoloteaba, calculé que su esófago no era mayor que el tubo de plástico para la tinta de mi bolígrafo bic.
¿Qué hacía con él? Los dos sufríamos. Estaba preso y yo no sabía, o acaso no quería, matarlo. Nunca había matado nada. De acabar con las gallinas, los conejos o los cerdos siempre se encargaban mis padres. ¡Y el pájaro era tan pequeñito y bonito! Lo sujeté con la mano derecha, aunque él se mantenía muy quieto, y abrí el armatoste del cepo con la izquierda. Estaba libre de la trampa, pero no hizo amago de volar. Encogió su pequeña cabecita y se dejó acariciar por mi dedo. ¿Qué hago¿ ¿Lo mato? La pregunta repetida empezó a dolerme en el pecho. Abrí un par de centímetros la mano y lo observé. Pechuga blanquecina con tizne ceniza y ojillos serenos. Seguía inmóvil y no oí ni un pio.
No podía retorcerle el cuello como había visto que hacían mis primos en otras ocasiones. Era demasiado pequeño y bonito. Ni para un bocado valdría. Pero mi padre preguntaría si había caído algo en la postura de la piedra lindera, “porque allí siempre pican”. Le diré que lo encontré volteado; que debió de entrarle un pájaro grande, porque no tenía el jorobichi.
Y pasó tal cual. Me preguntó lo que había pensado. Pero no pude mentirle. Le conté muy compungido cómo fue todo. Le hizo mucha gracia. Me acarició el cogote pasándome su mano áspera tres veces de arriba abajo. Y me dijo que había hecho bien, “porque las calandrias en invierno dan alegría”.
«Le retorcí el cuello mirando la copa de una encina».
Poco después, en otra finca, y al reguerir también los cepos, ocurrió algo muy singular. Ahora vi la trampa de alambre acerado y nueva volteada fuera de la postura. ¡Vaya, otro que se escapó! Pero el jorobichi fibroso y culebrero se movía como una exhalación. Pensé que igual había saltado solo, pues los pongo tan al límite de sensibilidad (así definía mi padre el cepo que salta con solo “notar la sombra del bicho que se acerca”) que… Mas, a continuación, oí un chasquido mínimo a mi lado. Un pichorubio como ausente se movía con la lentitud del caracol a un metro escaso por encima de la postura. ¿Qué hace este aquí? Lo miré, pero no se percató de mi presencia. Estaba absorto. Lo tomé con mi mano zurda sin problema alguno, como quien recoge un papelillo. ¿Qué le habrá pasado? No entendía qué habría podido ocurrir. ¿Me lo llevo o lo dejo aquí?
Pero, de inmediato, pensé que si lo dejaba debajo de aquel zarzalón, se lo comería cualquier alimaña y sufriría mientras era descuartizado. Así que le retorcí el cuello mirando la copa de una encina. Se lo conté tal cual a mi padre. “Has hecho bien, la tabalá del cepo lo dejó atontolinao”. Y luego me acarició el cogote con su mano rugosa tres veces de arriba abajo.