La borriquita tordona

Dibujitos de Bullito que fotografía Paula.
Fotografía: Dibujitos de Bullito que fotografía Paula.

La borriquita tordona tenía sus años pero caminaba ligera. Nos habíamos levantado de noche. El abuelo tomó un vaso de café negro y yo otro más grande de leche fría. Pocas palabras. “Vístete, lávate las manos y sal a mear”. Aparejó la burra en un santiamén y la dejó atada en la cuadra. Se colocó la canana en la cintura y, en la espalda, la jaula con el perdigón Fermín. A la salida del cortijo, descolgó de la cuerna la escopeta de martillos con la mano derecha. “Vamos”.

No veía nada pero él sí. Le seguía el paso pegado a su culo. Pronto entramos en una zona ladera de monte bajo. Supe que había romeros por el olor, y también coscojas que arañaban como gatos pequeños. “Ya hemos llegado”. Se descolgó la jaula del perdigón y la colocó sobre un promontorio de piedras. También levantó la casulla que la tapaba y la atenazó bajo el brazo. El pájaro estaba muy inquieto, titeaba nervioso y soltaba plumas. Nos alejamos unos metros de él dando unos pasos hasta un chozo de piedra y ramajes mal averiguado. “Ahora te sientas en esa piedra y no hables hasta nos vayamos por nada del mundo”.

Comenzaba a clarear. Una luz asustada se colaba entre la noche y su niebla. Las ramas que nos ocultaban expelían un olor muy fuerte. Quise preguntar pero no me atreví. Fermín comenzó a cantar de manera entrecortada, un castañeo inseguro, un ululo nervioso que paraba de repente. “El puto pájaro sigue dormido”, rezongaba el abuelo, y yo me aburría. Pero pronto cambió todo. El pájaro de pronto se hacía polvo cantando. El abuelo llevó la escopeta hasta el hombro. “Ya entran, ya entran. Son dos. Venga, venga, destaparos, destaparos”. Y, de repente, ¡pom!, ¡pom! “Una ha caído, la otra va jodía”. Miraba con máxima excitación entre el ramaje y los arbustos cercanos pero no veía nada.

 

«Eso está bien. Vas a ser de izquierdas».

 

Ya clareaba. Al fondo, allá abajo, veía el resplandor blanco del cortijo. El abuelo realizó varios disparos más. Tras el último, “Cá, esta se ha ido”, dijo. “Vamos niño, que tenemos que llegar para la escuela. Quédate aquí, voy a por el pájaro y las enamoradas”. No me pude estar quieto, le seguí con sigilo; puede que tuviera miedo o acaso, lo más seguro, que me estuviera ahogando el olor de las ramas que coronaban el chozo mal averiguado. Mi abuelo colgaba de unas anillas amarradas en el lado derecho de la cintura a las enamoradas, perdices menudas de pechuga parda y cenicienta a las que acariciaba con los dedos como si quisiera peinarlas.

Pronto trotábamos sobre la burra.  Comenzó a llover. Sacó un capote de hule negro con el que nos cubrimos los dos. “Ni un cigarro voy a poder echar, puta lluvia”. Luego masculló algo relacionado con el cura don Sebastián y me preguntó si yo era tan listo como mi hermana. No supe qué decirle. Las nubes se rompieron y dejó de llover. Poco antes de llegar al pueblo levantó el impermeable que me asfixiaba. Sudaba. Pasábamos junto al barrio que llamaban Las Chozas. Vimos varios niños haraposos y descalzos que se mal subían y pedaleaban sobre una bicicleta en llantas. Estaban muy sucios. “Abuelo, ¿por qué van tan puercos?” “¿Se te coge algún pellizco en el cuerpo al verlos?”. Sorprendido por la pregunta, me observé. “Tengo encogida la barriga”. “Eso está bien, vas a ser de izquierdas”. No entendí nada, pero al apreciar su ánimo más abierto le pregunté por las ramas que olían tan fuerte y mal. “Es el lentisco. Es medicinal”.

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