Lo rural como oportunidad

Me llega a primera hora de la mañana del lunes 27, gracias a un familiar querido, la foto que da pórtico a este comentario. Me sorprendió por su rotundidad y belleza inusual. Una novia vestida de blanco y relajada que mira sonriente a un horizonte próximo, en tanto que la cola y el inmenso velo del vestido espectacular cubren unas cuantas pacas de paja. No hay nada más rural que las mieses, ni nada que llame más a la vida y la fertilidad que una novia.

Cuando casi solo somos circunstancia y nuestra alma camina diligente hasta ser un trasto reseco, alivia contemplar la imagen rotunda de una mujer de ciudad joven que se deja nutrir por el impacto de una naturaleza tan antigua y genuina. Es una fotografía tirada seguramente por algún familiar o invitado sin mayores artes para la captura de imágenes que cualquiera, pero ha sabido entrar en el terreno que buscan los grandes fotógrafos. Como bien dice Zara Moya, «en ella encontramos recuerdos de Soledad Córdoba y Gohar Dashti», fotógrafas que llevan a la mujer (y a ellas mismas) hasta el límite buscándose.

Sí, los habitantes de la ciudad miran al pueblo (¿las raíces?) ahogados por la urbe que maldicen, en tanto que en los pueblos se esfuerzan por sobrevivir removiendo en su pasado que muere o se extravía para ofrecerlo a todos como una certeza de futuro.

Y así, el mismo día 27, nuestro amigo Jose, el cocinero chef de La Casa del Pozo, en Villanueva de la Vera, me envía la receta de caldereta de cabrito más suculenta y sencilla que probé jamás. Este verano en el que a los españoles nos han expulsado los acontecimientos como al rebaño que huye del lobo, ha decidido ofrecer en su carta al menos tres platos de chivito verato en su restaurante.

¿Por qué? «Porque hay que ayudar a los pocos cabreros que quedan; porque el cabrito verato forma parte de la historia con mayúscula de estas sierras y porque desaparecerá el ganado extensivo, como ya hicimos desaparecer al lobo, y aquí pronto seremos solo una selva ingobernable de zarzas que se comerán al roble».

Su receta es esta, solo transcribo: Al ser guiso de pastores, y dado que se solía preparar en el monte, la despensa era la justa. Aún así, rara vez ocurría que su salsa no hiciera mover el hocico desde la distancia a cualquier vertebrado terrestre cuando el chup-chup del caldero comenzaba su trabajo.

Necesitamos, junto al cabrito troceado, laurel, cebolla picada, ajos, pimentón de la Vera, vino blanco, aceite de oliva virgen extra, sal y pimienta. Y agua de manantial o mineral.

Ponemos el caldero (u olla profunda) al fuego con 5 ó 6 cucharadas soperas de aceite, salpimentamos los trozos de cabrito y los vamos marcando hasta dorarlos un poquito. Los echamos poco a poco, pues no conviene poner más trozos que los que caben en la base del recipiente ya que todos deben dorarse por igual. Echamos el hígado del ilustre animal, que utilizaremos después para hacer una picada. Reservamos.

En el mismo aceite vertimos una cebolla grande picada en trozos de unos 2 cm, dos dientes de ajo aplastados en camisa, 2 o 3 hojas de laurel (o laurela). Sudamos todo hasta que la cebolla rinda y se ponga transparente. Es el momento de devolver al caldero los trozos de cabrito sin el hígado. Añadimos una cucharada de postre de pimentón semidulce de la Vera, removemos y añadimos un vaso de 200ml de vino blanco; movemos y dejamos que se evapore el alcohol.

Añadimos el laurel, o laurela, cubrimos escasamente de agua y llevamos a ebullición; ponemos a punto de sal y bajamos a fuego medio para continuar la cocción. Vigilamos para que no se pegue, raspando con la cuchara de duro palo de vez en cuando, y una hora y media después debe estar a punto.

Es el momento de añadir la picada al caldero; así que habremos majado en un mortero el hígado, un ajo, algo de pan rallado y una cucharada de aceite de oliva virgen extra. Giramos de un lado a otro con energía para mezclar el majado con la salsa y en veinte minutos más » lo tendremos».

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