
Transcurren ya diez años de un 15-M tan próximo y tan lejano a la vez. Este acontecimiento lo hemos vivido gran parte de los que aún estamos aquí. Cada uno a su manera, claro. Pero impactó en los medios y en nuestra conciencia, como la eclosión de una necesaria revuelta ciudadana o la declaración de una guerra. El 15-M de 2011 fue un acontecimiento, si no histórico, sí muy singular y destacado. Unas cuantas decenas de miles de ciudadanos, jóvenes en su mayoría, clamaron en las calles: ¡No esto, no esto!
Y las reivindicaciones y deseos que hacían públicos en sentadas, asambleas a mano abierta y pronto acampadas por largo tiempo en la Puerta del Sol de Madrid y decenas de plazas de España eran la voluntad rocosa vestida de exigencia, de vivir un poco mejor: más trabajo y menos (muchos menos) capitalistas feroces y gobiernos colaboradores o acobardados. Esas notas que aparecen los últimos días, donde se expresan los deseos de quienes frecuentaban el campamento de Sol, son bien explícitas: la mayoría pedía acciones de gobierno posibles, otras eran poéticas, y un puñado de sabrosos imposibles. Nada muy diferente a tantas otras que se grafiaron en el mayo francés del 68.
Aquel movimiento insurreccional y festivo acabó pasados unos meses, coincidiendo con el achatarramiento socialista por la derecha popular en las urnas a finales de 2011. ¿Qué contradicción, no? En absoluto, los socialistas entendieron desde el primer minuto que aquel movimiento venía a por el PSOE y varios de sus dirigentes llegaron a encararse con el 15-M. Pero la victoria arrolladora de Rajoy dejó a unos y a otros en la cuneta. Al partido socialista sin referencias (Rubalcaba solo pudo hacer, y no siempre, de parapeto) de un tiempo histórico que se derrumbaba sobre el viejo partido socialista; y al movimiento del 15-M, sin liderazgos articulados políticamente, se desinfla pero no desparece del todo.
«Quienes se adueñan del 15-M proclaman la voluntad de cambiarlo todo».
Su antorcha reivindicativa y roja la toman dos o tres años más tarde Pablo Iglesias y su flamante partido, Podemos, como si raptaran a unas imaginarias Sabinas. Son ellos los que van a capitalizar (o intentarlo) aquel fenomenal movimiento ciudadano que llamó la atención a todo el mundo al denunciar que íbamos bastante mal: pobreza y desigualdades crecientes, gobiernos obedientes, o desbordados, y grandes capitalistas globales tomando las riendas del mundo.
Es a partir de este momento cuando empieza a joderse todo un poco más. Quienes se adueñan de la marca 15-M proclaman la voluntad de cambiarlo todo, aunque muchos entienden que ese cambio en realidad significaba derrumbarlo todo. Aspiran a romper el cielo empezando por comerse a los socialistas y a la monarquía, y amenazan a la derecha política y empresarios más destacados con sabotearlos (democráticamente, claro) mediante la presión popular y, luego en el gobierno, mediante decretos, leyes y demás pulsos.
El resto lo conocemos todos, es solo ayer. Ha sucedido en los últimos cinco a seis años. Unos iluminados llegan a asustar a los socialistas durante un tiempo, hasta que algunos ponen pies en pared; y también logran aterrar a la derecha que, al cabo, sabe utilizar al demonio que representaba Pablo Iglesias, para reafirmar contra él sus creencias e intereses conservadores y llamar hasta sus filas a todo aquel que quiera combatir a los comunistas.
«El 15-M fueron el último estertor de las sociedades democráticas».
Así que la mayor parte de lo que leemos u oímos los últimos días de efemérides sobre el 15-M se refiere, sobre todo, a la héjira política truncada de Pablo Iglesias y sus fieles espartaquistas, y no tanto al auténtico significado del 15-M del que ellos fueron solo unos más de sus agitadores. En alguna ocasión, he pensado qué memoria tendríamos del Mayo francés del 68 si Cohn-Bendit y otros aguerridos trotskistas lo hubieran capitalizado contra la V Republica del anciano presidente De Gaulle. Posiblemente, su resultado hubiera estado entre la tristeza y la pena.
Sin embargo, nadie quiso ser tan arrogante para hacer suyo (apropiarse) un movimiento social enorme, diverso y complejísimo. Pero Iglesias sí. Dice que deja la escena política o, al menos, se ha cortado la coleta. Puede que a partir de ahora se pueda profundizar con mayor provecho sin la gran contaminación que ha traído al 15-M real. Porque nada que llega a tener tanta significación desaparece sin dejar huella. Algunos historiadores especulan que el 15-M y otros movimientos similares en el mundo fueron el último estertor de las sociedades democráticas, que vieron en la gran crisis económica de 2008 el principio de su fin. Mejor no creerlos del todo.