Gran debate los últimos días, porque la pandemia culmina su año mortal y más torvo anulando el abrazo familiar de la Navidad que, con el paso del tiempo, fuimos convirtiendo en el símbolo más apreciable del regreso. Vuelta anhelada (tímida y dolorosa también en ocasiones) a la casa del padre en la que, tanto el umbral de su antiguo patio como el abrazo del hermano traen en su estremecimiento el recuerdo de “aquellos días azules y el sol de la infancia” que guardaba Antonio Machado en el bolsillo de su chaqueta en su último suspiro.
El regreso es una pulsión, un deseo permanente de casi todos los hombres que volaron o fueron expulsados a escopetazos de su nido primigenio. En los últimos ochenta años de España y del mundo, centenares de millones de hombres y mujeres hemos sido trasiego incesante de caminos, barcas o trenes, en búsqueda de nuevas orillas a las que agarrarnos para subsistir, mejorar nuestras condiciones de vida o tratar de cumplir un sueño.
Pero nunca cancelamos el deseo de “volver donde todo empezó”, como deja escrito el poeta Pérez Azaustre. Y aquellos que rehúyen de la tierra patria son pocos y muy dolidos, como Luis Cernuda, que no quiso regresar porque tenía la certeza de que su casa de la niñez ardió como toda España.
Será por esta razón que nos trastornan tanto las fuertes restricciones para viajar a la tierra del padre, o de recibir el beso del hermano que quería venir de ella. No se trata de frustrar un viaje más, no, es el viaje por excelencia; el que más nos acerca a lo que fuimos al avivar recuerdos y nostalgias felices; el que nos devuelve al territorio que nos marcó el alma y el carácter con el hierro imperecedero del aprendizaje entre lanas y la sorpresa constante que es la vida al respirarla cortina tras cortina.
El regreso es quizás la determinación más fuerte que guardamos en el corazón envuelta en un billete de ida. Nada tiene que ver con el viaje obligado a la Meca o la inducida visita al Vaticano, es un impulso anterior a las religiones y las mil supercherías que se imagina el hombre. Forma parte de nuestra carne como el tendón o la sangre y el calor de la madre cuando nos acurrucaba.
“Pronto tendremos nuestro deseado regreso, ahora no toca”.
La mayoría ha entendido que el estremecimiento que procuran las fiestas de fin de año, “cuya raíz tiene poco que ver con las celebraciones religiosas cristianas y sí mucho con la tradición”, como escribe el novelista Julio Llamazares, es la llamada más cierta para reencontrarse con el cimiento de lo que eres y la emoción hasta la lágrima. Volver a la casa del padre es gritar el verso de Pablo Neruda: “esta es mi patria / aquí nací y aquí viven mis sueños”.
La pandemia y la prohibición responsable de las autoridades nos impiden disfrutar a nuestras anchas de ese tiempo solaz e íntimo; también duele como un bofetón y algo más: nos provoca un mal presentimiento, porque no otra cosa significa vallar los caminos de regreso. El gran Miguel Hernández lo expresaba de esta manera tan bella y emocionante: “por una senda van los hortelanos / que es la sagrada hora del regreso (…) vienen de los esfuerzos sobrehumanos / y van a la canción y al beso”.
Del estupor que nos produce este “prohibido regresar” nos salva en parte, solo en una mínima parte, la conciencia que tenemos del momento pésimo que atravesamos. Estamos asediados (en guerra en realidad) por la navaja invisible de un virus que apuñala pulmones. Nuestra única defensa por ahora es el encierro y la mascarilla, algo tan antinatural que nos coloca en un estatus inferior al de la bestia. ¿Podremos soportar esta contrariedad? Claro. Al fin y al cabo, la mayoría tenemos pan y techo. Y sobre todo, vivísima y a buen recaudo en nuestro espacio más intimo, esa patria interior y única con la que nunca nadie podrá acabar. Pronto tendremos nuestro deseado regreso, ahora no toca.