La campaña electoral eterna en la que ha entrado nuestro país (Pedro Sánchez, “todo él en todas partes todo el tiempo”) no aburre de momento. Se abren debates calientes y hasta novísimos sobre asuntos como la vivienda, que se entendería como manido, pero que acaban por alumbrar nuestro momento presente tanto como Vigo se ilumina por Navidad. La aprobación por el Gobierno de la Ley de Vivienda, que ha enviado al Parlamento; su posterior anuncio-promesa de destinar a vivienda social hasta 50.000 pisos acabados; y pronto la comunicación de que proveerá 4.000 millones de fondos europeos para poner en pie más de 43.000 viviendas sociales con prioridad para el alquiler, ha supuesto todo un shock político y mediático. ¿Tan importante es el tema de la vivienda social, el acceso a su compra y/o alquiler?
Lo es y mucho. Lo veníamos barruntando desde hace años y también lo vio pronto el actual gobierno; pero ha dedicado demasiado tiempo -ha dudado más de lo debido- en hincar el diente a este grave problema social. Unidas Podemos empujaba, pero el horizonte político/económico que el Ejecutivo oteaba enfrente le inquietaba: demasiado riesgo. Podrían pensar que enfrentarse a los grandes fondos de inversión globales, por ejemplo, era mucho más complicado que poner mala cara al BCE. Y tratándose de estas materias, el amigo americano no tiene contemplación alguna. Pensaría que tendría que hacer demasiados equilibrios antes de encarar un asunto ardiente.
La realidad, no obstante, al igual que la gota de agua persistente siempre acaba por calar, o las penas llaman a las lágrimas, termina por hacerse presente. Y esta es muy cruda. Hace demasiados años que nuestro país se olvidó de apoyar de manera regular y suficiente a la vivienda social; y mucho más aún la destinada al alquiler. ¡Vaya problemón! ¡Con el esfuerzo que les costó deshacerse del gran parque de vivienda del Estado en alquiler y de titularidad de empresas públicas y decenas de organismos oficiales o paraoficiales! De la misma manera que vamos dejando en manos privadas la gestión de la sanidad pública, que ya es un rugido social creciente; y pronto será la escuela pública, también depauperada.
«El mercado tomó el relevo en las tareas antes públicas».
Desde los primeros años de la década de los noventa del pasado siglo, los presupuestos destinados a la vivienda pública en cualquiera de sus modalidades vienen decayendo. Después de un gran esfuerzo de los gobiernos de Adolfo Suárez y Felipe González en la década de los ochenta, donde se promovieron centenares de miles de viviendas protegidas, los promotores privados se hacen los dueños de la VPO. Su empeño les va de cine. Ganan mucho dinero. Los gobiernos les dan las subvenciones convenidas y se quitan de la mayoría de los problemas. La cosa parece ir bien, no hay ruido. Hasta el señor Aznar se apropia del lema: “España va bien”.
El mercado toma el relevo en las tareas antes públicas. El gobierno central, los autonómicos y los locales están encantados: les han quitado un engorro de encima y además recaudan sustanciosos impuestos. España había alcanzado un alto reconocimiento entre las democracias emergentes del mundo. La Expo de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona nos proyectaron como nunca. Nuestro rey era algo así como el rey de Europa, o el rey de reyes. Tanto nos llegamos a creer el milagro que lo convertimos también en habitacional. Aznar decidió que los promotores de vivienda podían construir en todo el suelo, salvo aquel que expresamente se vedara. Se clona para España el milagro urbanístico norteamericano tan caníbal. Nuestros Ejecutivos, formados en sus escuelas de negocios, no tienen más que ponerse manos a la obra.
Pronto la globalización encandila. Se escamotea la sangría de la deslocalización de nuestras empresas y se pone foco en el éxito de los nuevos empresarios españoles que se aventuran invirtiendo en todo el mundo y muy singularmente en Latinoamérica. Es el momento justo que el vicepresidente Rodrigo Rato llama a la empresa española a buscar el nuevo dorado allende el Atlántico. Para ello, le otorga un poderoso viático -le exime de pagar gran cantidad de impuestos- que, en gran medida, aún continua. Hacienda facilita la cifra de 575.334.038.000 millones de euros, o sea, el 50% de nuestro PIB, que acumulan en créditos fiscales desde aquellos años.
«Las famosas autocaravanas crecen en España como las setas».
Así que nos olvidamos de dónde veníamos y lo que en realidad éramos; borramos de nuestra memoria el recuerdo de que a pocos kilómetros de la Moncloa, la Puerta del Sol o de los barrios mas lustrosos de nuestras ciudades y pueblos, vivían la mayoría de nuestros vecinos que no lo estaban pasando tan bien. Vivienda cara, empleo escaso y sueldos bajos. La “moderna desigualdad” que traen las escuelas de negocios norteamericanas y sus equivalentes españoles comienza a abrirse camino. La niebla que ya anuncia una vergüenza social rampante no se percibe: era difuminada por la euforia de los centros urbanos, la actividad económica febril, el consumo y los viajes por todo el mundo. El ruido de la pólvora victoriosa de los muy ricos y unos cuantos millones de allegados es tal que atrapa a buena parte de la izquierda en los gobiernos o en la oposición. Estos ya no visitan los barrios que tanto les votaron. Creen también que la periferia ya no es un problema. El neoliberalismo estaba acabando con la grasa de la economía tantos años estatalizada. Las prioridades clásicas de los Estados eran bien gestionadas por la empresa privada a través de sus mil vehículos de inversión y gestión; adiós a la molicie laboral y la burocracia pública. Estado mínimo.
En estas, sucede el crac financiero del 2007. Qué curioso, provocado por el hundimiento de las hipotecas subprime y, en consecuencia, del sector inmobiliario. Se esfuma el sueño. España, en especial, y todo Occidente, lo pasa muy mal. Lo sabemos, es muy reciente; aún nos reduelen los costurones. Los grandes responsables políticos de la época dijeron haberse conjurado para que nunca más sucediese algo parecido. Meterían a los bancos en cintura y eliminarían los paraísos fiscales. Mintieron. O no tuvieron voluntad política suficiente o no les dejaron. Solo se pusieron más controles a los bancos. El mundo, y España en especial, se empobrecieron.
Sus consecuencias son parte esencial de nuestro presente. Pronto llega Trump a la presidencia de EE.UU., crece el populismo de izquierda y derecha. La malla económica y comercial que rodeaba al mundo comienza a agrietarse. Las políticas sociales no aguantan las consecuencias de las sucesivas crisis y la ambición de tantos cafres fortalecidos y rabiosos. Es en ese momento exacto cuando el grito de las periferias salta los muros físicos y mentales de las ciudades y arranca esta nueva etapa política y humana.
Hasta hace poco tiempo no nos enteramos de que existen no menos de 15 millones de españoles que lo vienen pasando mal o muy mal; cientos de miles que no tienen posibilidad de acceder a vivienda alguna, o pagar una entrada, hipoteca o alquiler. Las famosas autocaravanas que hemos visto en tantas películas americanas crecen en España como las setas.