Todo se queda en luchar por la democracia, sencillamente

El tormentoso momento político de España es, en cambio, sencillo de entender: nuestro pasado funesto quiere comerse a un presente en cambio profundo. No es una singularidad española, ocurre en buena parte de los países occidentales. No nos invade un nuevo Hitler ni otro totalitarismo militarista; la daga que busca el cuello de la democracia brilla en nuestros propios parlamentos democráticos y alardea por las calles, los periódicos y las redes sociales. En los bares y los miles de festejos familiares estallan los vivas y mueras.

El gobierno de centro izquierda no debate solo – como sería lo normal – con las derechas o los partidos a su izquierda, patronal, sindicatos y centenares de organizaciones o individuos que defienden intereses contrapuestos: a todos ellos se han unido grandes cúpulas judiciales de manera fulgurante y poderosa. El gobierno de Pedro Sánchez seguramente creía que con dejar allanada a fin de año en el Parlamento la desjudicialización del procès, tenía despejado el año electoral que acaba de levantar el telón. No ha sido así.

El presidente de la sala II del Tribunal Supremo (TS), Manuel Marchena, y el magistrado Pablo Llarena – recordemos: dos de los tres magistrados que lideran la batalla judicial contra la insurrección independentista, pues el ex fiscal del Estado, José Manuel Mesa, falleció – han estado y permanecen muy atentos y activísimos en el seguimiento de esta causa. Y han interpretado las modificaciones legales aprobadas por el Parlamento, a propuesta del Gobierno, de tal manera que la rebaja de penas por malversación no podrá darse. Es decir, el procès continúa para frustración del Gobierno y alborozo popular y de tantos aliados.

El gobierno de Sánchez se había propuesto cerrar el conflicto con Cataluña con una arriesgada reforma del Código Penal que liquidaba el delito de sedición y aligeraba las penas por malversación que pesaban sobre los implicados en el procès. Con ello, creía tener el campo libre para ir a un año electoral dominado por “sus éxitos” en materia económica, social y europea, en el tiempo económico probablemente más difícil vivido en nuestra democracia. Pero esta cúpula en el TS que vigila el cumplimiento estricto de las normas ha venido a frenarlo todo.

 

«El ala política del Gobierno está tocada, desconcertada y débil».

 

Cabe preguntarse de nuevo qué demonios enfrenta al Gobierno con las altas magistraturas de la justicia. Se habla con insistencia, desde que llegó Sánchez a la Moncloa, de la frialdad, desapego y desconfianza con que acoge el TS los asuntos que le relacionan con el Gobierno. Ha hecho nada para desbloquear la renovación del CGPJ, más de cuatro años en prórroga, y respondió al Gobierno sobre los indultos de los condenados por el procès con un texto demoledor. Pero la otra parte, es decir, el Gobierno, ¿lo ha hecho siempre correctamente? Es una pregunta que quizás pudiera responderse con toda una tesis, pero dicho a lo llano, la respuesta es no.

Las sensaciones que traslada siempre Moncloa cuando sufre un revés del TS, Tribunal Constitucional (TC) o la misma Audiencia Nacional (AN), son como si el presidente Sánchez recibiera un fortísimo golpe en el estómago. Encaja esos varapalos de ese otro poder del Estado, pero nunca acaba por digerirlos. Ha tenido hasta tres ministros de Justicia y poco parece haber cambiado. Y hasta removió también a la vicepresidenta Carmen Calvo que coordinaba esta materia. Su cambio ha tenido el mismo resultado que con la mudanza de ministros: ninguno. Quién diría que un presidente tan político y activamente presente iba a fallar tanto en esta área crítica, incluso teniendo que luchar con la derecha más caníbal y radical de los últimos años en España. Es el ala política del Gobierno la que está tocada, desconcertada y débil: en crisis.

Va a hacer cuarenta años de cuando se produjo una cierta crisis en el primer gobierno de Felipe González. Miguel Boyer, ministro de Economía y Hacienda, comentó en un encuentro con periodistas en la universidad de verano Menéndez Pelayo, de Santander, que el área económica del Gobierno marchaba bien, pero no así la política que gestionaba Alfonso Guerra. Alfonso, el Canijo, debió recibir en el estómago un trastazo parecido a los que encaja Sánchez de parte de las altas magistraturas judiciales. Ahora, el tema es bien diferente, sobre todo porque Nadia Calviño no tiene la soberbia de Miguel Boyer y mucho menos, sus resabios políticos. Sin embargo, podría decirlo en este momento con mejores argumentos y resultados que el fallecido ministro. No lo hará.

 

«Los fantasmas del pasado vienen ganando batallas en Internet».

 

Sin embargo, estamos ante hechos parecidos. Ha resultado que los años más difíciles para la economía española desde la crisis del 2008 (pandemia mundial y consecuencias de la guerra en Crimea) se saldan con los mejores números de Europa. Así que el PP se ve obligado a tirar de los harapos del procès, la vigencia de ETA, la llegada del comunismo y una inconcebible dictadura sanchista para encarar el año electoral. Y con esta adarga por toda arma, resulta que crece en intención de voto.

¿Qué ha pasado aquí? La gran política es un arte mayor sin reglas precisas que acaba siendo aprobada o desechada con la exactitud matemática del voto. Es casi tan poco predecible como la vida. En el tiempo presente de consumo masivo, libertades, viajes, enormes fortunas y pobreza en crecimiento, resulta que los fantasmas del pasado vienen ganando batallas en la palestra de Internet con tal suficiencia que han comenzado a interesar y parecer necesarios a demasiados votantes. Es aquí donde se están jugando los vencedores. Aquí está la política hoy. En la comunicación o la desinformación. En el combate dentro de la basura contra el monstruo de la intransigencia que viene zumbando contra la democracia.

Para el político que se desempeña en responsabilidades económicas puede tener gran valor su currículo, másters y experiencias en grandes instituciones económicas nacionales o internacionales. No es el caso de quien se desempeña en labores políticas estrictas: iniciativas, debates y acuerdos. Lo determinante en esta especie de políticos es tener cuajo y cintura (siempre Cassius Clay, nunca Frazier) y unos espolones enormes y entrenados siempre en el corral de los gallos viejos. Esto no va de crestas tiesas y rojísimas, sino de oficio; de haber participado en innumerables refriegas políticas (también batallas) y haber perdido algunas de ellas.

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