De la justicia y otros avatares

La actualidad tan azarosa, potente e insistente (tuits y gritos como bombas) aturde tanto que se nos olvida lo que sucedió ayer con el incendio que nos despertó esta mañana. Pero no todos los titulares son tan fungibles como pompas de jabón; algunos consiguen hacerse fuertes en la borrasca persistente de la actualidad, hasta lograr sobrevivir y hacerse incluso más rocosos al protegerse con el silencio de un olvido solo aparente.

Cuando escribo esta nota, el titular dominante refiere que el movimiento feminista en España, tan potente, ahonda su división. Pero ayer, solo el día de ayer, campeó el éxito del Gobierno al aprobarse los Presupuestos Generales del Estado (PGE) en el Congreso de los Diputados. Hace tres días, la trifulca política y judicial a propósito de los fallos que reducen las penas para indeseables como consecuencia de la aplicación de la ley del ‘sí es sí’. Y, una semana antes, el rugido de las derechas ante la pretensión del Gobierno de eliminar del Código Penal el delito de sedición, al que sustituye por el de desórdenes públicos agravados.

Aunque tras el cortinaje palaciego de la alta política, lo que en realidad palpita en el pecho agitado de numerosos políticos, ciudadanos más conscientes y hasta en el secreter imaginario de la memoria donde guardamos los asuntos realmente importantes es el vivísimo debate con la justicia que vive nuestro país.  ¿Qué está pasando en la cúpula del llamado tercer poder del Estado: en los tribunales Constitucional y Supremo y en las diferentes audiencias y fiscalías? La imposibilidad de proceder a la renovación de gran parte de sus órganos de máxima dirección y representación por la imposición no explicada del PP está en el origen de todo.

 

«En el fondo de este drama institucional está la asonada independentista».

 

El complejo judicial de la plaza de las Salesas de Madrid y sus terminales territoriales en todo el país son, desde hace demasiados años, noticia no siempre grata, más bien perturbadora y en ocasiones inquietante. Los ciudadanos en número creciente se preguntan intrigados cómo es que los magistrados que forman parte del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) incumplen reiteradamente la Constitución al impedir su renovación obligada, sin que se les mueva siquiera un músculo. Cómo es que mantienen desde hace años una pugna interna que, en ocasiones, aparece como tumulto en un pleno municipal o las desavenencias airadas de una junta de vecinos. Por qué obedecen con increíble ceguera la determinación política del PP; por qué, en definitiva, parecen haberse convertido en un frente judicial en batalla contra el Gobierno de la Nación, o viceversa.

La discrepancia entre poderes del Estado en democracia es habitual, y ojalá se mantenga de la misma manera, pues en realidad la democracia se construye a medida que surgen los acuerdos tras ese debate. Pero nada indica que estemos en esa situación, sino más bien en una peligrosa disputa de la judicatura con el Gobierno, más política (de poder) que jurídica. La impresión generalizada entre observadores independientes cualificados sobre la tormentosa discusión – que en ocasiones recuerda al amotinamiento de la mayoría de miembros del CGPJ – es que un sector notable de la judicatura se ha puesto de parte de la derecha política en dificultades tras la salida del gobierno, como consecuencia de una moción de censura del PSOE y sufriendo traumáticas vistas judiciales en numerosos juzgados, audiencias y hasta en el Supremo. Es muy indicativo del furor con el que se debe estar viviendo esta etapa crítica dentro del PP, cuando el presidente del TS, Carlos Lesmes, durante más de nueve años en el cargo y hombre siempre cercano al PP, decidió dimitir. ¿Tanto se le exigió? Pero lo extraordinario es que sea “voz corrida” entre la madrileña clase política, empresarial y de influencia periodística que quien se queda de “amo de todo lo judicial” es el presidente de la Sala de lo Penal del TS, Manuel Marchena, al que además se le atribuyen decisiones e intenciones extraordinarias, seguramente exageradas y embusteras.

En el fondo de este drama institucional y político está, sin duda, la asonada independentista catalana del 1 de octubre de 2017 y cómo el gobierno de Rajoy pretendió sofocarla con la única razón de la ley. Un debate altamente emocional y dramático como aquel, con implicaciones constitucionales y legales muy serias, sí, pero eminentemente político y social y, al cabo, altísimamente polarizador, nunca podía resolverse con códigos y menos con cañones. En los últimos dos años, el gobierno de Pedro Sánchez – desvanecido el suflé independentista – busca encauzar el conflicto con el arma más pacífica y menos traumática del diálogo político. Pero los diferentes juzgados avanzan sus tareas y dictan sentencias sobre aquellos hechos del 2017 y anteriores, que contrarían los pasos que vienen dando el Gobierno de España y la Generalitat de Cataluña en su pretensión de encarrilar el conflicto de forma dialogada. De la confrontación gravísima del Estado con Cataluña, pasamos a la tensión máxima entre el Gobierno de la Nación y el Tribunal Supremo.

 

«A la democracia no le queda otra que luchar».

 

La sustitución en el Código Penal del delito de sedición por otro rótulo penal más benigno en cuanto a penas, además, ha venido a encrespar los ánimos del PP de tal manera que esa hoguera incandescente mantenida a lo largo de toda la legislatura amenaza con convertirse en incendio. La crisis en marcha, a propósito del goteo de reducción de penas a condenados por delitos contra la mujer, que la archipolémica ley del ‘sí es sí’ pretendía zanjar y la ministra de Igualdad y otros atizan al llamar machistas a los jueces que las dictan, viene a irritar más si cabe a la judicatura.

Esta fenomenal crisis institucional, política y mediática, tan dilatada en el tiempo, parece más propia de otras enormes tenidas más sordas, que se dieron en los primeros años de la Transición, cuando un Adolfo Suárez casi desnudo hacía frente con “un escuadrón de dragones” a todo un ejército de guardia. Y es que, aunque casi no nos percatemos, caminamos sobre otra transición. En el cambio de era en marcha, a la democracia no le queda otra que luchar con uñas y dientes por su supervivencia.

Inicié estas hojas haciéndome eco de la noticia sobre la división dentro del movimiento feminista; pero no es ella la única relevante y de calado del momento. También el movimiento contra el cambio climático entra en disputas. Dos de los grandes motores que empujan el nuevo tiempo democrático se adentran en zona de perturbación.

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