Qatar, cielo e infierno

Las grandes noticias y acontecimientos que tocan a todo el mundo nos llegan las últimas semanas desde el Oriente Próximo y lejano. Claro que no se trata de rareza alguna: Asia y los grandes países que bañan los océanos Pacífico e Índico cada día son más decisivos en la hora del mundo.

Es normal. Su crecimiento económico, técnico y científico es enorme y su poder nos alcanza. Lo llamativo, sin embargo, es que gran parte de ellos no son democracias, o lo son light, de mentirijilla. Así que mantenemos con ellos en todo momento una latente tensión y, en ocasiones, surgen conflictos entre ambos hemisferios.

No gusta, sino que escandaliza, el papel que endosan a la mujer; persiguen la homosexualidad; repugna la ostentación de riqueza extrema de tanto jeque y asimilados; y abruma el poderío comercial de la megadictadura china. Todo ello no impide, sin embargo, que nuestros gobiernos y empresarios acudan a Oriente para comprar en sus fábricas de todo, cerrando al tiempo decenas de miles de nuestras factorías y tiendas incluso centenarias. Así que ellos llegan hasta nuestros aeropuertos rebosando divisas con las que comprar materias primas y empresas. Y sobre todo consuelan, al tiempo que explotan, a la olvidada África y a la castigada – y tantas veces despistada – Latinoamérica.

Aceptamos y convivimos conformes con un mal que al mismo tiempo criticamos, mientras los poderosos de Oriente se benefician y divierten con nuestra libre manera de vivir que, sin embargo, tanto repudian. Tratamos a los emires y jeques con el mismo temor y respeto que se deparaba a los reyes ingleses en el siglo XIX. Así que los señores del petrodólar y la bolsa china tienen abiertas casi todas las puertas de nuestros palacios.

 

«Occidente necesitaba la concordia con Xi».

 

De esta manera nos venimos manejando, cuando hace unos días concluyó la Cumbre del G20 en la isla de Bali; ayer mismo, la COP27 de Sharm el Sheij – Egipto-; y el mundial de fútbol en Qatar acaba de empezar. Un Occidente – enconado con China desde que Rusia invadiera Ucrania – que hace escasas semanas llegó a escuchar tambores de guerra cuando una altanera Nancy Pelosi provocó a Pekín al visitar la isla de Taiwán de forma retadora, ha tenido que buscar el momento propicio para sentar a su líder, el presidente norteamericano Biden, en una conversación de tres horas con el líder chino tras la que alumbró la esperanza de un posible armisticio. Se pasó de la bravuconería occidental al remanso diplomático. Occidente necesitaba la concordia con Xi, y este la concedió con sumo gusto.

Algo similar, aunque de otra naturaleza, ocurrió en el último momento de la cumbre de Sharm el-Sheij; el fracaso se amortiguó en el último instante al acordar un fondo destinado a las naciones vulnerables más expuestas a los estragos del cambio climático, para que hagan frente a las pérdidas que este les viene generando. Y poco más hubo. La pretensión de continuar eliminando a mayor velocidad el consumo de los combustibles fósiles que más contribuyen al calentamiento global puede esperar. Lo que sí deja de ser una rareza para convertirse en norma es cómo las ya rutinarias cumbres del clima se transforman en crecientes plataformas y escaparates para el lavado de imagen de organizaciones que manchan el cielo y la tierra, y pasarela para el “ecopostureo” de otras. Gana terreno la influencia de los que continúan contaminando, basta con que manifiesten con abrumador despliegue de medios y talento su voluntad de ser buenos. Coca-Cola, por ejemplo, ha gastado una fortuna en exhibir músculo ambiental creciente.

 

«No habrá debate sobre democracia y tiranía».

 

Para cerrar este círculo sorprendente de un mundo en tiempo de gran conflicto, un tal Gianni Infantino, presidente de la FIFA, presenta el recién iniciado campeonato mundial de fútbol de Qatar ante centenares de periodistas (se habla de que se han acreditado más de doce mil para su seguimiento) acompañado del cabreo monumental que solo pueden permitirse aquellos que llegan atiborrados de petrodólares (o petrogases) y langosta. Afirma que Occidente no está en condiciones de poner peros “porque si no está peor que Qatar, sí lo estuvo en los últimos 3000 años (…) y deberíamos pedir perdón otros 3000 antes de dar lecciones”. Además, asegura que, “si creemos que criticando sacaremos algo, será al contrario”. Así que, tras mandar callar a Occidente y chimpún, se entretuvo en sentirse catarí, árabe, africano y hasta gay.

No pocos habrán entendido que el tal Infantino se expresó con las verdades del barquero, pues al fin y al cabo unos y otros no dejamos de ser una melange de comercio e intereses que nos lleva a caminar juntos. Pero la prensa liberal se pone de morros y critica con dureza sus bravuconadas contra Occidente. Claro que no ha revelado nada nuevo, en su larga intervención ni siquiera dio una anécdota desconocida que llevar al titular. La novedad, sí, estuvo en lo excesivo de sus exclamaciones y maneras; en la inflamación de su cara brotando en rojo. Y en el momento escogido para explayarse. Vino a reprochar con virulencia a los occidentales en el poder y a sus medios de comunicación que denigren a unos señores con los que llegan a acuerdos – incluso en orgías – desde siempre. Visto así, Infantino tiene razón, aunque también él pudiera haberse emponzoñado y enriquecido en el mismo casino en el que juegan al alimón amigos y enemigos, demócratas y sátrapas.

Con todo, el grueso de futboleros de Europa y América, y los que no lo son tanto, seguirán con pasión a sus selecciones nacionales y muchos otros equipos en el mundial; las palabras encendidas de Infantino en breve serán nada. No habrá debate sobre democracia y tiranía; mientras corre la pelota en los campos del desierto catarí, todo será espectáculo de músculos y fantasía.

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