El incendio político, social y racial norteamericano corta la respiración al mundo entero menos a los chinos. Los grandes problemas europeos, agravados de manera abrupta con la pandemia, y el singular momento político de España, confundida y enlodada por “los monstruos” que aparecen en la transición de un mundo que muere a otro que no acaba de nacer no permiten que nos fijemos de la forma que se merece en el peligroso momento norteamericano.
La pandemia, que también hace estragos en el país más poderoso del mundo (camino de los 120.000 fallecidos oficiales y contagios por millones), ha barbarizado aún más a su presidente Donald Trump. Teme perder las elecciones presidenciales del octubre próximo, que creía tener ganadas de antemano, y su desquicie aumenta día tras día. La actitud autoritaria y despótica del inquilino de la Casa Blanca parece no tener fin. Algunos analistas advierten incluso de una insólita deriva dictatorial. Estados Unidos pierde crédito y mérito por días y a chorro.
Las locuras estremecedoras del neoyorkino no afectan solo a sus ciudadanos, sino que implican a todo el mundo y, muy singularmente, al bloque occidental donde nos situamos. En tanto que Washington pierde la brújula y el tino, la Unión Europea – a la deriva los últimos años – quiere encajar algunas piezas decisivas para que la nueva crisis no nos arrastre definitivamente. Las próximas semanas serán determinantes, aunque como sostiene nuestra ministra de Exteriores, González Laya: “Los grandes pasos están dados, quedan las concreciones que, claro, son muy importantes”.
«Es el ejército quien se pone frente al loco».
La gran vencedora hasta el momento es China, potencia que a principios de este año se creía más herida. Ante la desorientación y debilidad occidental, se impone en gran parte del mundo con maneras de mando propias de los antiguos imperios coloniales europeos de los siglos XVIII al XX: presión política directa, insistente y muy dura para forzar acuerdos económicos y comerciales con onerosas imposiciones y de gran exigencia. No obstante, la mayoría de los países, también europeos, parecen haberse olvidado que se trata de una dictadura feroz, en la que los derechos humanos son unos perfectos desconocidos, y la persona es minucia incrustada en el girasol ciclópeo de una tiranía vigilada por el ojo del Gran Hermano e impulsada por la pila atómica del presidente Xin y el Comité Permanente del Buró Político del Partido Comunista Chino.
Entretanto, el presidente de la primera potencia política, económica, militar y cultural del mundo pretende desplegar el ejército por las calles de las grandes ciudades norteamericanas para sofocar la revuelta ciudadana provocada tras un nuevo, obsceno y brutal crimen racial. Como si todo fuera tan simple como jugar con soldaditos de plomo con el nieto en el salón de casa un fin de semana. La sorpresa mayúscula ha venido del propio ejército norteamericano que se niega a salir de sus acuartelamientos. El mundo (casi) al revés; es el ejército quien se pone frente al loco cuando la oposición y los ciudadanos de Norteamérica, de la mano de sus leyes y la presión política y pública, no quieren, no pueden o, acaso, le temen.