La realidad son los misiles, no las narrativas

Hemos entrado en una segunda guerra fría. Es evidente, una realidad palpable. Con todo, es lo menos grave que podía ocurrirnos teniendo en cuenta la cornamenta con la que apareció el presente año 2022. Cualquier otro escenario sería bastante peor. Llevamos más de dos semanas siguiendo las noticias de la guerra que se libra en Crimea, pegados a la televisión y al agitado teléfono. Pero pronto dejará de ser la prioridad informativa. El foco no se lo llevarán las desgracias de las aterrorizadas víctimas y su éxodo por millones. Incluso dejaremos de insultar tan a menudo a Putin.

El alza descomunal de precios, sobre todo de la energía, el petróleo y el gas, y su repercusión en la electricidad y el transporte, se asemejan a la boca de una ballena gigante que se come el presupuesto público y acaba con el bolsillo de la mayoría de los ciudadanos. Si a ello le unimos las alarmas por la escasez de trigo y demás cereales y oleaginosas, se empieza a ver que estamos ante la siniestra conclusión de que vamos lanzados a una fuerte escasez de productos básicos. La guerra tendría que acabar muy pronto para que esa amenaza tan negra comenzara a decolorarse.

Nuestro gobierno – y con seguridad el resto de los europeos también – lo han visto. Se percibe en las palabras alarmadas y urgentes de Pedro Sánchez y su incesante actividad institucional y política europea. Parece persuadido de que la guerra de Crimea y sus consecuencias (recesión-pandemia-guerra, la tercera plaga que llega en el tiempo que lleva en La Moncloa), además de arrastrar al país hasta un nuevo socavón económico llamado recesión, pueden desalojarlos a él y a su partido del Gobierno en las próximas elecciones.

 

«Ahora podremos apreciar el auténtico valor de nuestros políticos».

 

La inflación tumba gobiernos. Esta afirmación es fácil de comprobar, pero a los españoles se nos había olvidado porque desde los años 80 este problema comenzó a dejar de serlo. Pero nunca quedó erradicado porque es imposible. Como tantas otras contantes económicas, sociales y políticas críticas se nos escamotearon al dar bombo a la barraca del eterno relato, el placer del consumo y el imán imbatible que hipnotiza y atrae hasta los milagrosos descubrimientos de un tiempo en marcha hacia la digitalización y el empoderamiento definitivo de las tecnológicas. Incluso consiguieron que se diera por seguro que la guerra era imposible en Europa, pues la catástrofe de la II Guerra Mundial había servido de vacuna para siempre.

Ahora, cuando asistimos atemorizados a la primera gran crisis del continente desde 1945, podremos apreciar – si es que lo tienen – el auténtico valor de nuestros políticos en el peor momento; la firmeza de nuestras instituciones democráticas ante las grandes zozobras; el patriotismo y compromiso social de las grandes empresas cuando están, como todos, en situación de emergencia; y la valentía y abnegación de los pueblos de Europa al pintar casi todo mal.

Las medidas adoptadas con inusitada rapidez por Estados Unidos, Europa, Reino Unido y también por Japón y otros países democráticos para acorralar económicamente a Rusia han sido extraordinarias y más expeditivas que nunca. Los Estados se han impuesto en todo, incluso a sus legislaciones ordinarias y algunos derechos en vigor de ciudadanos y empresas. La mayoría aún están sobrecogidos y no han reaccionado. Ha sido más rápido el mundo sajón en comenzar a hacerlas efectivas; la antigua Europa se muestra más remolona. Hasta podría pensarse que los grandes despachos de abogados y las terminales mediáticas del capital trabajan más en cómo combatirlas que en unirse al coro mundial contra el infame Putin. Cuestión de intereses, cuestión de poder. ¿Van a imponerse los gobiernos a la libertad de empresa? Este nuevo tiempo no ha hecho sino empezar, aunque ha arrancado muy fuerte como para que al final solo tenga el golpe de efecto de una gaseosa.

 

«Se llamaría comunismo a medidas similares a otros países occidentales».

 

Si nos quedamos tres párrafos en España, habrá que decir que Pedro Sánchez arrancó fuerte y temprano advirtiendo del nuevo tiempo tan preocupante al que entramos y pidiendo un acuerdo político y económico nacional. Habló de llegar a un pacto de rentas con patronal y sindicatos, y frenar – sí o sí – la escalada de precios de la electricidad y el petróleo; descartó una subida de impuestos durante este año y se comprometió a asumir mayores rebajas en los impuestos que hoy graban electricidad e hidrocarburos.

También está el diálogo imprescindible con el PP. Sánchez lo tiene difícil. También Feijóo sabe que la tumba política del presidente podría estar próxima si encalla. La primera respuesta que ha tenido de empresarios dice que no quieren que el Gobierno se meta en la negociación salarial, y los populares se manifiestan como siempre, exigiendo que sorba y sople al tiempo: rebaja generalizada de impuestos y el requerimiento, al mismo tiempo, de un plan urgente del Gobierno con una fuerte dotación económica para que las autonomías hagan frente al impacto social de la crisis.

Sin embargo, el choque más grande podría producirse si España y otros países europeos no logran que Bruselas afronte de manera colectiva el combate contra el desarbolado precio de la energía en la cumbre de presidentes y primeros ministros del 24 y 25. En ese caso, el Gobierno ha anticipado que tiene preparadas diversas medidas que pondrían un tope a los precios de la electricidad en España. Esta iniciativa, de hacerse efectiva, no sería si no una más en la lluvia de otras tantas que han adoptado los gobiernos occidentales tras la invasión de Ucrania. Sin embargo, es fácil prever que serían fuertemente contestadas por la derecha y, sobre todo, por las grandes empresas energéticas. Se llamaría comunismo y confiscación a medidas similares que en este y otros ámbitos viene tomando la práctica totalidad de los países occidentales. Estamos en situación de alarma. O algo más.

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