
Emociones a raudales. Un vendaval cardíaco viene siendo la guerra popular. Las emociones fuertes – el alimento más adictivo de este tiempo de razón agotada – son las que mandan: se consumen todas de forma masiva. Vale más que nada el despojo y, sobre todo, la casquería. Estamos ante un Sálvame político, un remedo de tragedia clásica sin héroes ni belleza.
Casado y Ayuso se vienen portando como auténticos humanos, como terrenales de afilada lengua y faca presta. “En plena pandemia, cuando morían 700 personas al día, el hermano de la presidenta se llevaba una comisión de 300.000 euros”, dice el primero; y muchos imaginan que este hombre se ha adiestrado en las palestras de la sangre política.
Su cruce de acusaciones, sus ojos encendidos, o fingidamente acuosos, han sido lo más seguido por el pueblo en la televisión, la radio y las redes sociales. Desde aquella plaza de toros de Valencia de hace años, repleta más allá de la bandera y abrazada por miles de fervorosos que no podían entrar, que escuchaba enardecida a un Aznar que iba directo a la Moncloa, no se ha visto expectación igual.
El voltaje y el cuchillo de las palabras llegó a tal extremo que era imprescindible parar. No cabía más bronca. Hasta Aznar comparó el peligroso escándalo con Ucrania. Los dos hermanos en el PP, tremendos enemigos ahora, se reunieron en secreto (como hacen los espías) cuando aún volaban por el éter sus palabras como obuses.
Casado cedió: “No seguiremos adelante con lo de tu hermano”, pudo afirmar. Pero Ayuso exigió, además, que el comunicado conjunto para dar cuenta del armisticio debía incluir una frase admitiendo que Génova había intentado espiarla. No hubo acuerdo. Y la señora de Sol salió (pudiera ser) por la cochera con la certeza de que había ganado a los puntos los asaltos más tremendos del match. La gran acusación de Casado sobre ella – “¡Corrupción!” – había sido retirada y hecho público.
“Ha sido el espectáculo más arrabalero, pero en absoluto nuevo”.
Hasta aquí llegó la primera parte del más fabuloso (o uno de los más) combate político interno de un partido en nuestra reciente democracia. Pero la batalla continúa. El fin de semana que ha pasado se lo han dado para retirar muertos y heridos políticos, y hasta para comenzar a cavar fosas imaginadas para los que puedan llegar en los próximos días o semanas.
El PP es hoy un partido desatado, o un Django desencadenado. Bajo promesa de anonimato o no, barones y baronesas, diputados y diputadas y hasta los cajeros de las sedes populares largan por los codos. Todos manifiestan un enorme pesar por el espectáculo dado y, ay, por el que puede venir; pero, a continuación, cantan los nombres de los responsables de todo el vendaval y dan sus recetas para el arreglo. En la mayoría de estas opiniones siempre aparece una cabeza cortada, que no es precisamente de caballo.
En este momento hay cuatro PP en el horizonte: el de Casado, el de Ayuso, el de Feijóo y el de Vox. Así que queda mucha faena en la buena dirección para que este partido se reencuentre con un cierto orden.
El espectáculo último, no obstante, no debería calificarse como único e insólito. Quizás, eso sí, ha sido el más arrabalero, pero en absoluto nuevo. Todos los partidos tienen crisis enormes en un momento dado. La primera fue la del PCE, al que le sentó mal salir a la luz. Carrillo con peluca y en la catacumba molaba más. Ocurrió que cuando afloró a la superficie la parte mollar del sol y la claridad la había acaparado el PSOE de Felipe González. Desde entonces no levantó cabeza.
Aunque el motor que empuja todas las crisis es el poder, la ambición de poder, el instinto que las guía es: uno, la pérdida o posible perdida del gobierno como consecuencia de una gran debilidad multifuncional interna; y dos, la amenaza cierta (ahora lo llamamos sorpasso) de otro, u otros, partidos del mismo sesgo ideológico.
“Casado lo ha perdido todo”.
En el primer supuesto, el PP tuvo su inaugural gran lío interno en la batalla que concluyó sacando de la presidencia del partido al efímero Hernández-Mancha, orgulloso abogado del Estado. Pero fue el PSOE quien nos proporcionó a todos su gran crisis, consecuencia sobre todo de que Podemos le pisaba los talones. El día que a Pedro Sánchez le quitaron los galones de secretario general – “desalojémoslo de la sede Ferraz, porque Podemos y el PP nos comen”, dijeron los más arrebatados – fue también de traca. Hasta hubo una señora de Sevilla, Verónica Pérez, presidenta entonces del Comité Federal, que llegó a vocear a la entrada de la sede de Ferraz que era ella “la única autoridad del PSOE”.
Aún no olvidada del todo, esa crisis tremenda y hondísima, sin embargo, fue decisiva para que muy pronto Pedro Sánchez se hiciera de nuevo con la dirección del partido y ganara gobiernos. Y Podemos dejó de soñar con romper los cielos.
En el PP ocurre algo parecido. Vox le pisa los talones. Desde que Aznar dejara las riendas del partido en 2004, no ha habido reforma alguna, sino muy al contrario: han ido creciendo en averías como esa tan enorme de la corrupción que sigue tan presente como se nos ha contado a gritos estos días. Es curioso, por tanto, que Pablo Casado acuse a la Isabel Díaz Ayuso de corrupción, o al menos de tráfico de influencias, cuando hasta ahora – y en ello persiste, recordemos el Caso Kitchen – solo ha defendido (o ha callado) a compañeros imputados por casos de corrupción y colaterales.
A los populares les toca superar su dramática situación de crisis extrema. La alarma social que produce tanta expresión pública de vileza y escándalo llama a un partido, Vox, que viene con la vara de mando de Franco en una mano y en la otra, un despreocupado laissez faire económico.
Todos preguntan quién se quedará al cabo con la presidencia del PP. La más apoyada por el elector de la derecha, blanda o dura y por el el joven despistado, asqueado de la política y radicalizado es Ayuso, a la que también apoya el gotta de la derecha empresarial tan influyente. El serio y enfático Feijóo es un déjà vu. Otro gallego que bambolea. Casado lo ha perdido todo. Si la fatiga producida por tanto error cometido en tan poco tiempo, pero con exigente contumacia, le lleva a tirar la toalla, solo le queda ¿la puerta giratoria?