Madrid es una ciudad que incendian a diario la derecha, la extrema derecha y su enorme tropa de botafumeiros (y algún que otro perifrástico) con sus palabras de fuego. Políticos de traje caro y corbatas bien puestas emborronan su imagen y el prestigio que pudiera tener con exabruptos de gañanes beodos o palafreneros al límite.
Compiten entre ellos en el prestigioso envite de quién escupe más lejos y más verde. Muchos de ellos se instruyen en la fábrica de negros escribanos que rivalizan en el moderno y célebre juego de encontrar para su señorito la palabra más zafia o el giro soez más impactante.
La derecha se ha modernizado tanto en esta materia que califica, o clava, con palabras extraídas con guantes de sebo de las sentinas de la germanía. Los viejos anarquistas, los comunistones de cantina y mal ojo y hasta aquel Alfonso Guerra tan inspirado en la jerga arrabalera republicana en conflicto deben de estar anonadados al ver cómo los señoritos de toda la vida se expresan con voces de muleros en competición.
Feijóo introduce en sus intervenciones -subrayados y veteados de color altamente chillón- la palabrota del día que, sin duda, será la almendra de un titular que se multiplicará en decenas de miles de espacios. Díaz Ayuso expulsará su comunicado de rigor desde su decir atropellado y que sus ojos en panorama dispersarán en miles de partículas que caerán sobre sus arrobados seguidores como confetis mezcla de despecho y amor. La palabra de Abascal es diferente. El político extremo viene del nido de la falange y la fusta contra el lomo del pura sangre. El vasco huele a cuartel sublevado, a colonia cara, monte y vinagre.
Todo ello crece en una progresiva y creciente escalada verbal. No tiene una réplica o denuncia de la corte y sonoridad que requiere; nadie llega a mojarle la oreja, es decir: nadie alcanza a achicarlos. La izquierda, al menos por el momento, más allá del clásico «fascista» o ese «ladrones» que ya ni mancha, no ha ido mucho más lejos. Pero a Pedro Sánchez le preparan intervenciones con ribetes y bordes afilados y sonoros que no llegan a insultar; se quedan en el crujido de látigo de su palabra. Algunas deben de picar bien en las nalgas y la garganta de los expuestos, pero no llegan a entrar en el lodo de las batallas con lengua de hacha.
«El conflicto político no es rentable».
Nuestro debate más dañino, en fin, ha llegado de manera estelar el pasado miércoles hasta el pleno del Parlamento Europeo. Los populares europeos, a instancias de su sección española, aprovecharon la rendición de cuentas de la presidencia comunitaria española, que termina el 31 de este mes, para llevar hasta Estrasburgo la gresca de la amnistía para los implicados en el procès. Las palabras del presidente Sánchez, con su evocación tan enorme y cegadora, dirigidas al portavoz popular, el alemán Manfred Weber, –“¿Devolverían a Berlín las calles dedicadas al III Reich como hace Vox con los franquistas?”- debieron informar cabalmente a los diputados europeos del bronco y peligroso momento en el que nos encontramos.
En Madrid, los últimos meses se habla con profusión (ya es una costumbre) de dictadores, comunistas, bolivarianos y fachas. Sin embargo, en Barcelona, al tiempo que en la capital de España crece la bronca sin medida y provecho de algunos, se habla cada día más de educación y sanidad, por ejemplo; y de cómo encontrar cuanto antes la manera de salir del largo hondón político, social y económico al que les arrastró el procès, que dura ya más de una década.
La periodista y comentarista política de La Vanguardia, Lola García, es de las primeras que apunta esta línea de reflexión de gran interés. Los independentistas catalanes, en especial ERC, pero también los vascos de Herri Batasuna, vienen esquivando con gran rapidez la verborrea política de traca constante, pues observan que no les es rentable política ni electoralmente. El conflicto político para inflamar cada día más no es rentable. Van descubriendo, como antes lo tuviera claro Pedro Sánchez, y es de esperar que no se le haya olvidado, que una buena gestión no asegura una victoria política, es cierto, pero una mala gestión conduce inexorablemente y siempre a la derrota.
Salvador Illa, ese político catalán discreto y pragmático, es el primero de ellos en darse cuenta. Desde que se hizo con la secretaría general del PSC, casi solo habla de inversión o becas; de sanidad o investigación, y muy poco de esoterismos independentistas. El político de proclamas puede pavonearse más y hasta llegar a cortar carreteras, pero de ahí no suele pasar en democracia.
«Hay que estar alerta para que Madrid no sea una ciudad incómoda».
Así que Pedro Sánchez y su gobierno trabajan con la intención de superar cuanto antes el maremoto político de la amnistía. Aspiran -aunque en realidad no lo creen- a que en Semana Santa, el grueso de la batalla esté dado. Para amortiguar las andanadas de la oposición, preparan un fuerte plan inversor destinado “a eso que da de comer y empleo”, en palabras de una ministra.
Lo que nadie sabe es hasta qué extremo llegará el desgaste de material (el deterioro político nacional) de aquí al verano. Lo que ocurre en nuestro país es inédito; no hay antecedentes conocidos más allá de casos similares recogidos en los libros de historia. Así que dependemos del buen hacer de los políticos, la serenidad de las grandes instituciones y la confianza de los ciudadanos.
Desconocemos todo lo que pueda ocurrir. Ni siquiera nos tranquiliza la baraka que se le atribuye a Pedro Sánchez. Esto no va de varitas mágicas o bendiciones de los dioses. Más bien, como todo lo que acaba por terminar bien, se trata de acertar con las ideas, trabajo honesto, perseverancia y resistencia. Si Madrid acaba convertido en un vendaval político, hasta los libres y benditos bares y terrazas del Madrid de Ayuso lo notarán. No deberíamos quedarnos solo en el robusto dato de la inversión y el alto consumo de la capital y la comunidad, sino estar alerta para que Madrid no se convierta definitivamente en una ciudad incómoda, desagradable y dividida.