En puertas de la navidad, España es un incendio político. El asunto no es nada nuevo. Desde que Pedro Sánchez tumbó a los populares del Gobierno en junio de 2018 mediante una moción de censura parlamentaria, casi todo es yesca: la derecha se opone a todo con gran ruido y algarabía. A falta de apoyo parlamentario suficiente en estos años con el que tumbar las medidas del Gobierno que más abomina, utiliza cualquier clase de treta a fin de obtener cuanto menos victorias pírricas. Pero son escasas las que han tenido éxito. Habiendo renunciado a llegar a toda clase de acuerdos con los socialistas, se mantiene firme y sola con la negación del contrario y la bronca. Casi nada se sabe de sus alternativas, que, de tenerlas, muy poco las exhibe y menos las enarbola.
El PP y su partido de apoyo, Vox, llevan atrincherados más de cinco años en el ‘no’ rotundo a todo lo que proponga el Gobierno. Se apoyan, más que en argumentos, no ya sólidos, sino siquiera mínimamente alternativos, en la agitación política permanente y la demonización del adversario. La pasada legislatura -un carrusel de desgracias para la historia, desde la pandemia hasta la guerra de nuevo en Europa- fue un ejemplo magnífico de política-destrucción que a buen seguro será estudiado con atención (y puede que estupor) por los historiadores. Pero la que acaba de empezar arranca con el tronar de similares clarines de destrucción. El ‘no’ de PP+Vox de este momento no es racional y mínimamente político; es radicalidad pura, rabia absoluta, ‘no’ a todo sin matices. Y una batalla política permanente, que quiere dar también en la calle, que buscará su internacionalización y dará de manera bien significativa en la Unión Europea sobre todo.
Los mensajes ya están dados: Pedro Sánchez es un felón que lleva a España a su destrucción y a una dictadura. No es cierto: el PP sabe que no es verdad, pero se agarra a los mensajes de la cólera para continuar engordando su gran objetivo de la crispación y polarización política y social, que es el único programa político en el que puede encontrar su éxito. Para llegar a alcanzar una legislatura victoriosa precisa de más armas que la furia. Básicamente: el apoyo de las élites económicas y sociales clásicas, instancias internacionales, medios de comunicación nacionales e internacionales, que son muchos; y acudir de forma masiva a la asfixia de la verdad desde las redes sociales. Y claro, del acompañamiento que pueda encontrar en grandes y no tan grandes tribunales.
«El Supremo y otros tribunales están hechos unos zorros».
Este último camino, más allá de la agitación política constante que exportan desde que se convencieron de que no iban a gobernar el país, es el que pronto buscan para detener y acaso destruir esa enorme cabeza de carnero, llamada amnistía para el procés, con la que Pedro Sánchez pretende arrancar la puerta “de nuestro castillo democrático”. Y sí, muchos togados -puede que demasiados-, en persona o a través de sus organizaciones profesionales, se manifestaron en público ante las fachadas de audiencias y juzgados protestando contra las acusaciones de politización de la justicia (lawfare) y advirtiendo preventivamente contra la constitucionalidad del proyecto de ley de amnistía para los implicados judicialmente en el procès.
Claro que la judicatura tampoco está para muchos trotes. Con enorme poder y responsabilidad, eso sí, pero también mermada de crédito y, aunque no lo admita en público, arañada en parte por la politización, un cierto desprestigio y el caos en que vive el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), el órgano de gobierno de los jueces en España. Lo recordaba ayer domingo 3 de diciembre el periódico El País en portada: “Cinco años de bloqueo del PP llevan a la justicia a su peor crisis”, titula; y continúa: “Una situación sin precedentes (…) Al estar en funciones (el Consejo) no puede nombrar magistrados del Tribunal Supremo, ni renovar las cúpulas de la Audiencia Nacional, los tribunales superiores y las audiencias provinciales. Se acumulan 85 vacantes. En el Supremo son los letrados quienes, en ocasiones, redactan sentencias que luego firman los magistrados. Su Sala de lo Social tiene 6.000 asuntos pendientes. Y lo peor, coinciden una mayoría de jueces, es que no se ve salida a esta precariedad que ya afecta a los ciudadanos”.
Sí, el Supremo y otros grandes tribunales de justicia a los que siempre, pero con singular imperiosidad en este momento, apela el PP para que avalen sus políticas o detengan las propuestas de sus contrarios, se puede decir de una manera coloquial que están hechos unos zorros. No precisamente por impericia o mal hacer voluntario, sino a causa del bloqueo al que somete a todo el sistema judicial español la negativa rotunda y persistente en el tiempo del PP a renovar la composición del CGPJ, que lleva cinco años prorrogado, con varios miembros dimitidos o fallecidos, acumulando errores y desprestigio.
«Izquierda y derecha han volado todos los puentes de entendimiento».
En esta situación, un PP+Vox encabritados, que han tomado el proyecto de Ley de Amnistía como lo peor que ha sucedido en España desde que accedimos a la democracia y que llega al Parlamento de la mano de un presidente dictador, llaman a los tribunales para que den una nueva vuelta en ese expediente corrosivo llamado procès. Y se movilizan con fuerza y furia por todos los medios y en todos los escenarios, tratando de tumbar una ley que se llevaría también al Gobierno por delante.
De nuevo, la derecha trata de jugar a la política en el terreno que cree más propicio: la justicia. Y no es que la amnistía y sus aledaños tan grumosos -Puigdemont, reuniones secretas, opacidad y mil lobos aullando- no merezcan un gran debate político y público, pero no de la manera ardiente, radical y agresiva que se viene llevando. Es rechazo bronco y sin matices, de un lado; y silencio y «buenismo» por la otra parte. La decisión de otorgar una amnistía es, sobre todo, un hecho político que debe proponer el Gobierno y que se aprueba e instrumenta de acuerdo con la ley. Pero en nuestro caso, la derecha política y otras varias le quieren dar la vuelta al convertirlo en un encarnizado debate jurídico. Las consecuencias ya se ven claras: jueces y fiscales, aunque no intervengan e incluso lo rechacen, se están convirtiendo en actores políticos a los ojos de la opinión pública, cuando lo cierto es que en su inmensa mayoría ni juegan, ni quieren, ni les interesa entrar en ese terreno.
Si el Supremo y otros tribunales no logran zafarse del enorme enredo en el que van entrando, lo más probable es que el deterioro de las instituciones judiciales se profundice aún más. Porque esta batalla política que se concentra en el trámite de aprobación y posible aplicación de esta ley apunta a ser la madre de todas las batallas políticas de nuestra reciente democracia. Izquierda y derecha han volado todos los puentes de entendimiento que pudieran tener. La polarización extrema que nació en España con Podemos y que, años después -qué casualidad- exprime a todo pulmón la derecha, no parará de crecer y alucinar hasta que Feijóo, u otro/a de su marca, lleguen a la Moncloa. Y en la contraparte tienen a uno de los mayores fajadores políticos, sino el que más, que se ha dado en nuestra democracia.