El Partido Popular (PP) -que viene de Alianza Popular (AP), hija a su vez de una de las asociaciones políticas alumbradas por el último presidente de Franco, Arias Navarro, llamada Reforma Democrática; y más atrás en el tiempo, del arrastre ideológico de diversas corrientes políticas del franquismo poco visibles, aunque caníbales feroces entre ellas- tiene, a pesar de haber transcurrido medio siglo, un fuerte olor y memoria de todo aquello.
El franquismo mantuvo la guerra civil abierta hasta el mismo día que falleció Franco. El comunismo y sus agentes -una vez arrasado el PSOE y las organizaciones anarquistas y republicanas- fue su enemigo más activo y perseguido siempre, y cualquier opinión o movimiento interno o externo que cuestionara la dictadura era el veneno lanzado por la conjura judeo-masónica que amenazaba a España. Cada denuncia política del régimen en el exterior o el mínimo asomo crítico de la acosadísima oposición interna eran rápidamente contestados con la cárcel, y si el ruido llegaba a traspasar fronteras se llamaba a rebato hasta la Plaza de Oriente de Madrid, hasta inundarla de “millones” de fervorosos españoles.
El PP no acaba de abandonar cierta parte de esa herencia. La izquierda y los nacionalismos son para este partido algo más que sus contrarios políticos en democracia; de alguna manera, encuentra aún en ellos el testigo de la anti-España con que los señaló la dictadura. Ello le provoca, no obstante, una latente y permanente indigestión; un malestar ácido que le conduce en ocasiones a ciertos arrebatos patrioteros que le impiden razonar bien.
«La torpeza de Bildu les ha venido de perlas a populares y Vox».
Los populares, en su mayoría, piensan algo parecido a lo que un día llegó a reconocer públicamente Aznar: “El socialismo es una anomalía histórica”. Para el ex presidente del Gobierno, gran devocionario de Cánovas del Castillo, lo más que se puede despachar en la botica de la democracia en la que él cree es el binomio conservador versus liberales. Más allá de ese espacio acotado, toda manifestación u organización política, aun no siendo violenta, no es natural.
Así que no puede sorprender el escándalo aparatoso que han montado estos últimos días los populares, movilizando todas sus voces, medios de comunicación y pasquines para proclamar que ETA vive, que Bildu es ETA, o que ETA sigue mandando en Bildu. Qué más da. Todo es terrorismo y sus líderes gobiernan en la Moncloa. La torpeza de Bildu -y puede que algo más, ese odio a lo español aún no digerido por algunos de ellos- presentando a unos cuantos candidatos municipales que estuvieron enrolados con ETA, sus asesinatos y estragos, les ha venido de perlas a populares y Vox para arrear con un mazo aún más duro a ese demonio llamado Sánchez, que comenzaba a salir de las cuerdas del ring electoral, a pesar del imparable ataque general contra él.
Son numerosos los populares que aún viven atrapados en la épica sepia del franquismo. No han modificado su idea de España, una y única dirigida por una mano fuerte, firme y segura. Y ahora que Vox les rebaña millones de votos, que creen suyos, y los lleva a lomos de su nutrida caballería hasta las urnas, han tirado de su loco y peligroso programa máximo que viene a decir que contra ETA y los nacionalismos hay que ir siempre muy fuerte, y a muerte si fuera necesario. Claro que llegar a revivir una ETA que ya no existe y mantener en los largos días de la refriega una tensión extrema sobre la base de un invento es demasiado. Algo parecido vienen intentando desde hace meses con Cataluña, precisamente cuando la unidad de acción de los separatistas se agrieta, su presión afloja como nunca en los últimos años y desmayan sus embates y desafíos.
«Se les atraviesa que la democracia española avance en concordia».
Algunos analistas -el presidente Pedro Sánchez también lo recordó en el agrio debate del Senado con Feijóo, que nunca debió haberse producido- apuntan que este revivir artificial de ETA tiene su raíz más profunda en el sinsabor permanente que mantiene la dirección popular al no haber conseguido su partido, estando en el gobierno, acabar con ETA. Y que hayan sido los socialistas que, además, tranquilizan la gresca catalana aliviando las penas de los protagonistas del separatismo. Parece que se les atraviesa como hueso en la garganta que la democracia española, cuando los socialistas están en la Moncloa, avance en concordia con los enemigos de su idea de España.
Claro que no deberían preocuparse: batallas siempre tendrán, ya que nunca dejarán de tener adversarios que les agrien sus frágiles estómagos políticos. Ahí está Podemos, sin ir más lejos, sacando a pasear entre grandes pancartas la imagen del hermano de la presidenta Ayuso (el que medió ante la Comunidad de Madrid en favor de un proveedor de material sanitario para que obtuviera una serie de contratos en los momentos más críticos de la pandemia de la covid). Ocurre que, cuando el debate electoral se libra en los pantanos más cenagosos, casi siempre ganan los animales mitológicos más repulsivos.
Qué difícil les está resultando a la mayoría de nuestros políticos ser normales y hasta aburridos en nuestra España democrática.