Tamames presidente, vaya mascarada

“Hoy la izquierda está acabada (…) Matadlos”. La presidenta de la Comunidad de Madrid, Díaz Ayuso, nos regaló esta frase la pasada semana tallada en un whatsapp que llegó a los móviles de todos sus diputados en la Asamblea de Madrid. La impresión fue tan fuerte -y su sabor acre, tan repulsivo- como ese puñetazo en la boca del estómago que deja sin aliento. Descompuso de tal manera a la mayoría de los que siguen el devenir público, que nadie reaccionó a su puyazo de doce centímetros porque fue imposible imponerse a la rociada de emociones tan dispares: sorpresa mayor, escándalo supremo, asco, miedo incluso. A muchos, las seis palabras les recordaron las soflamas que revoloteaban por las calles de Múnich en los pasquines de los nazis; y otros hasta se vieron temblar al traerles viejísimos recuerdos.

La gran mayoría optó, no obstante -qué prudencia desconocida-, por la respuesta unánime del silencio. ¿Cómo responder a un exabrupto de la tal magnitud que viene de una autoridad tan conocida? ¿Qué decir a esta señora sin bozal en la mente? Hasta los medios de comunicación que la miman y jalean como rehaleros a sus perros silenciaron la salida de tono máxima. Muy pocos, ni siquiera los más ultras, se atrevieron a hacer sonar su aprobación con un aplauso. Claro que esa proclama infame también se la guardan varios. La izquierda, para cuando necesite recordarle el color de su hiel; su partido, cuando decida exigirle algo valioso para ella de lo que no quiera desprenderse.

En estos desvaríos peligrosos se empeña una buena parte de la derecha española más rabiosa, y también los situados en el otro extremo de nuestra piel, aquellos que insisten aún en romper el cielo con el impotente mazo de un puñado de diputados y el foco que les prestan dos sillones en el Consejo de Ministros.

 

«Lo que mejor saben hacer las derechas es distraer de la realidad».

 

Aunque no se debería bajar la guardia del asombro y acaso la repulsa. Hoy y mañana se debate en el Congreso de los Diputados la moción de censura puesta al Gobierno por Vox (52 diputados). ¡Quién sabe si en esta ocasión asistimos, además, a momentos paranormales producidos en la misma tribuna de plenos! La iniciativa parlamentaria no tiene posibilidad alguna de éxito, aunque en realidad no es lo que busca; y mucho menos es una censura constructiva como pide la Constitución, sino muy al contrario: llega para dinamitar aún más el ánimo político y ciudadano y, sobre todo, para confundir y enturbiar más si cabe nuestra mirada hacia el futuro tan precario ya y lleno de barro.

Lo que mejor saben hacer las derechas, y sus múltiples espejos en todos los bandos políticos, es distraer de la realidad, narcotizar a las mayorías con mitos sacados de la tradición y la historia, la raza, la patria… Y señalando enemigos como el comunismo, el socialismo, el cambio climático, el feminismo… Sus grandes bazas, sus victorias, hasta ahora han llegado al lograr inundar las ágoras públicas con mentiras, atropellando las certezas y la razón con los mitos que vomita de manera incesante esa picadora de la realidad y la verdad que se ha dado en llamar guerra cultural. Esa que se emplea en el tiroteo permanente en forma de ráfagas de un furioso negacionismo que busca la destrucción de toda conversación pública y social civilizada.

La opinión pública española -como tantas otras en el mundo- tan reclamada para que se adhiera al desasosiego -como, por otro lado, hastiada del incesante ruido ambiente- vive una larga década de tremendo estrés que le impide discernir entre lo real y lo inventado. Así que, poco a poco, va acabando por no creer en nada. Ese es el triunfo de los populismos: lograr que el ciudadano desdeñe la realidad y acometa brioso contra la capa emocional que se le pone frente a los ojos.

 

«Sánchez lo tiene más bien complicado».

 

Así que, a pesar de la propaganda popular (otro discurso-ponzoña para el despiste) que durante las últimas semanas se extiende y da a Pedro Sánchez por seguro beneficiario de la refriega que comienza hoy en el Palacio de la Carrera de San Jerónimo, el presidente del Gobierno lo tiene más bien complicado. Porque aquello sobre lo que la oposición insistirá en los sucesivos debates no tiene nada que ver con lo que él quiere debatir. Los primeros hablarán de las imaginadas catástrofes de España y el segundo, sobre tema reales como empleo, pensiones, becas, inversión, energía, impuestos… De nuevo, la realidad “contra el veneno mental que nos divide en culturas nacionales, razas, grupos de edad y clases sociales en mutua competencia”, como declara el filósofo alemán Markus Gabriel.

Pero esa batalla decisiva contra la quincalla política que abduce con su brillo engañoso solo ha empezado a darse. La gestión del Gobierno de coalición de España -con sus luces y sombras pero, sin lugar a dudas, notable- pesa ahora menos que el relato endiablado que se ha venido construyendo sobre la persona del presidente y la imagen de su Ejecutivo. Para un buen número de españoles, pesa más el rechazo hacia el gobierno Frankenstein que los miles de empleos generados y las grandes inversiones en marcha.

Ese es el principal hándicap de este gobierno: tiene más valor para un creciente número de votantes una patraña ampliamente difundida que medio millón de becas concedidas.

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