Los medios de comunicación hacen balance este fin de semana de los trepidantes últimos días vividos en el gobierno de coalición, y adelantan opiniones sobre qué puede ocurrir en el tiempo inmediato. Coinciden en que la coalición no se ha roto, ni parece que vaya a ocurrir ahora mismo; dan por certera la opinión de la mayoría de los dirigentes socialistas que esta quiebra significaría ni más ni menos que entregar el gobierno a la derecha de manera prematura y hasta cobarde.
Lo más llamativo, sin embargo, es que mientras unos y otros hacen balance de los últimos días tan críticos, Pedro Sánchez se ha escapado nuevamente del pelotón político en conflicto que le persigue; ha pasado otra página difícil de la legislatura apuntando en su haber político el gran tanto de la aprobación de la reforma de la Seguridad Social (se pasa de la amenaza de un recorte permanente al reforzamiento del derecho a la pensión y el incremento pautado de la misma), al lograr acordarla con Bruselas después de meses de grandes dudas y no poca tensión. El Presidente, una vez más, sale de las cuerdas del acoso político durísimo y permanente al que viene siendo sometido desde que llegó a la Moncloa en junio de 2018. En horas escasas, el escenario político es otro bien diferente.
De nuevo, se “escapa el tío este”, se lamenta el desahogado comentarista político de la derecha. No le falta razón: Pedro Sánchez no se entretiene demasiado tiempo en reflexiones académicas y menos en pujos por lo mal que le tratan. Se olvidó hace tiempo de rezar y rogar; salta de la umbría a la solana sin que sobre él opere el irremediable impedimento llamado espacio-tiempo. Es algo parecido a la política ultrasónica. De Helsinki -encuentro con su colega Sanna Marin-, hasta Huelva -cohetes espaciales y España que apunta hacia algo en el espacio-. Es el relámpago que deja ver tras el trueno de la media noche un horizonte de realidad no siempre fácil de descifrar. Sánchez abarca tanto como distrae.
«Podemos imaginarlo porque hemos visto películas norteamericanas».
Pero más allá del fresco dramático que nos muestran los últimos días de feroz pugna política, en un significativo segundo bancal o subtrama informativa explosiva, algunos periódicos han venido proporcionando información y titulares sobre hechos contrastados y conversaciones desasosegantes entre relevantes protagonistas de la guerra sucia habida en los años de presidencia de Rajoy, respecto de la corrupción olímpica tenida en su partido y el desafuero ilegal, implacable y cutre sin paliativos que fue su intervención para impedir, sofocar o aplastar (las tres palabras caben para entender este tiempo que aún no ha acabado) la boa de la corrupción que les ahogaba y el enloquecido separatismo que pretendía arrancar a Cataluña del resto de España.
El País y La Vanguardia -este, quizás, el periódico más equilibrado de España-, y algunos otros, han hecho públicos detalles descollantes de los numerosos sumarios que se abrieron sobre aquellos acontecimientos, que se conocieron en parte y a retazos en años pasados, pero que la ordalía política a la que España fue conducida por aquellos gobiernos, algunos policías, jueces y fiscales y no pocos periodistas llegó a encenagarlos con esas palabras que pretenden hacer de la mentira interesada una verdad irrevocable.
Las diversas informaciones, bien construidas y debidamente contrastadas, publicadas sobre la guerra sucia habida en la Cataluña del procès; los manejos políticos en la oscuridad de altos responsables del Gobierno de entonces, y los principales mandos policiales encuadrados en la cúpula del Ministerio de Interior superan cualquier relato de vileza policial y osadía política antes conocidos en la España reciente. Un grupo de élite policial de la confianza política del Gobierno se atrevió con acciones ilegales, normalmente perpetradas por la más ruda delincuencia de cualquier signo, mientras el Ejecutivo era informado y exigía resultados. Las conversaciones mediante WhatsApp entre el entonces Secretario de Estado de Interior, Francisco Martínez, y el presidente de la Audiencia Nacional, José Ramón Navarro, transmiten un escalofrío similar al de las más explosivas declaraciones del Bárcenas de los papeles en los que apuntaba el día a día de una larga época de corrupción política y las cifras, una por una, de los sobresueldos en B. Solo podemos imaginarlo porque hemos visto numerosas películas norteamericanas en las que se narra algo parecido.
«La revuelta separatista catalana existió y se mantiene».
En la mayoría de episodios tenebrosos, ahora a la luz, aparece el ex comisario Villarejo, una mancha monumental para la policía, que se fijará de manera indeleble a su memoria de no mediar una pronta y expeditiva recusación de su persona, como el caso Dreyfus acabó definiendo para siempre a los gobiernos franceses del primer tercio del pasado siglo XX. Aparece en la persecución mafiosa de Jordi Pujol y su familia (contribuyó a montar un relato de robo exuberante que implicó a toda su familia sin faltar uno); en las cuentas personales del ex presidente Artur Mas; del alcalde de Barcelona, Xavier Trías; en la banca andorrana… Y todo ello, aderezado con el morbo sórdido de amantes despechadas y políticos desalmados y corrompidos. Un felón que pretendió dibujar, en los rostros de todos aquellos a los que perseguía, los rasgos indecentes de su propia figura.
Curiosamente, estos señores tan aplicados en las artes del espionaje y el engaño de la opinión pública -pues difundieron con profusión y a conciencia toneladas de noticias retorcidas o simplemente falsas- no advirtieron la entrada en Cataluña de tantas urnas blanquísimas importadas por los organizadores del referéndum. No eran ni diez ni cien, sino millares. ¿Eran malos policías o policías solo distraídos? La manera que escogió el Gobierno de entonces y los encargos que hizo a una caterva de clandestinos fue, además de ilegal, tan desastrosa que no pocos de los señalados e investigados por ellos terminaron por no ser condenados. Es tan horrible todo este proceso que a muchos de los que tendrán que decidir sobre estos expedientes judiciales se les caerá la cara de vergüenza y dejarán que el agua pútrida se filtre o su olor acabe muriendo.
Y, sin embargo, la revuelta separatista catalana existió y se mantiene latente. Llevó a todo un país a la alarma, inquietó a gran parte de Europa e informó al mundo de que un territorio llamado Cataluña quería romper con España. Ahora, un tal Tito Berni y los debates extremos sobre la violencia contra las mujeres vienen a relegar las revelaciones sumariales más extraordinarias de todo aquel episodio. Muchos querrán taparlo, pero olvidarlo será imposible.