Se cumple estos días el primer aniversario de la guerra que se libra en Ucrania. También, un año del acuchillamiento político del presidente del PP Pablo Casado; y un mes del gran estallido del volcán del “solo sí es sí”. Son tres acontecimientos muy diferentes a los que une la certeza de que son batallas que vamos olvidando con el paso de los días, aun cuando su estallido en ocasiones nos dañe los tímpanos o retuerza la sensibilidad tan dormida de los últimos hombres.
Nos encontramos explicaciones -es verdad que complejas- de por qué sucede tanto estropicio. Ocurre entonces que nos encogemos de hombros y acabamos por pensar que ya descampará. Es cierto que tanto buena parte de los hechos cotidianos como de los grandes acontecimientos humanos aparecen ante nosotros sin que alcancemos muy bien a saber por qué suceden; y de la misma manera, acaban por extinguirse o perpetuarse. Así que, de alguna forma, vivimos entre la seca ignorancia de por qué sobrevienen los grandes acontecimientos y el alivio que nos regala su olvido.
Tercia en esta disyuntiva Jürgen Habermas, acaso el pensador occidental vivo con mayor profundidad y rutilancia, y explica cómo se une a las voces que piden la negociación entre Ucrania y Rusia: “Porque la frase: ‘Ucrania no debe perder la guerra’ dice la verdad (…) Lo importante para mí es el carácter preventivo de unas conversaciones a tiempo que eviten que una larga guerra se cobre aún más vidas”. El pensador alemán -que afirma participar del parecer del canciller alemán Scholz y su entorno- reflexiona sobre esta cuestión trascendental -la negociación- en un largo artículo que publicó ayer domingo El País, que comienza con estas palabras tintadas de un cierto barniz dramático: “La decisión de proporcionar tanques Leopard acababa de ser aclamada como ‘histórica’ cuando la noticia ya había sido superada -y relativizada- por las sonoras reclamaciones de aviones de combate, misiles de largo alcance, buques de guerra y submarinos”. Es decir, la prolongación de la guerra de manera aún más mortífera, dramática y acaso extensa. Habermas piensa y razona con abundancia que, al final, rusos y ucranios acabarán negociando. Ojalá.
«Sánchez no ha podido llegar a un acuerdo con sus coaligados».
Mucho más cerca de nosotros -en el Madrid ponzoñoso en el que han convivido los populares-, al cumplirse el año de la expulsión a patadas del presidente del PP, Pablo Casado, numerosos periódicos y otros medios de comunicación han querido recordar y profundizar en las razones de aquella insólita dimisión. Se esperaba algo nuevo, detalles no contados; algunas palabras o revelaciones probadas y creíbles que pudieran limpiar parte del alud de lodo con el que se enterró al político palentino. No las ha habido. Los grandes protagonistas de la semana del mayor dolor popular continúan agazapados, no dan la cara; las voces protagonistas continúan siendo fuentes anónimas: hablan por boca de terceros. Ni Díaz Ayuso, Feijóo o el mismo Casado aparecen por derecho; los fantasmas de aquellos días de cuchillos largos aún son los dueños del proscenio. La tremenda historia de la liquidación de Casado no será conocida por el momento y puede que no se sepa por mucho tiempo. Como tantos otros episodios de crueldad política y humana, habrán de ser los artistas quienes se ocupen de darles luz, si es que les atrae meter sus dedos en las agallas pálidas de este episodio.
Sobre la polémica global a propósito de la ley del “solo sí es sí” y sus consecuencias (centenares de condenados por actos delictivos contra la mujer en la calle o con rebajas de pena), en cambio sí que tenemos pronto algunas certezas de interés. Su principal protagonista, la ministra Irene Montero, no admite error alguno: su ley es perfecta; y la batalla política, mediática y social que se produce en su entorno es consecuencia de unos jueces machistas que la interpretan de manera torticera conscientemente. Así pues, el presidente Pedro Sánchez, que ha decidido modificar la ley para evitar que continúe el goteo de fallos a favor de acusados, no ha podido -como sí logró en tantas otras ocasiones- llegar a un acuerdo con sus coaligados en el Gobierno. Y ese entendimiento no se producirá salvo que el presidente claudique.
«Podemos sabe que sus posibilidades electorales ruedan ladera abajo».
La formación Unidas Podemos es, desde hace meses, la facción radical del amplio mundo político a la izquierda del PSOE; dos ministras, un aguerrido aparato político y el creador de todo esto, Pablo Iglesias, en la sombra ejerciendo de estratega y muñidor. Un grupo, sin embargo, sin grandes esperanzas de éxito político futuro, pero aún con fuertes anclajes en este momento crítico de la legislatura. Saben que no van a crecer, que sus posibilidades electorales ruedan ladera abajo, pero creen que la hoja de ruta de lo que queda de legislatura está en sus manos. Cualquier cosa que desee hacer el Presidente para salir del atolladero tiene que contar con ellos. O eso creen.
Entienden que dentro del enredo en el que se encuentran las formaciones políticas a la izquierda del PSOE -Yolanda Díaz sin deshojar aún la margarita; Ada Colau, en horas bajas; y Compromís, nervioso…-, ellos conservan jugosas ventajas, pues aunque pocos se fíen de ellos a estas alturas, mantienen buena parte del grupo parlamentario que, puestos a hacer de mineros revolucionarios, puede reventar al Gobierno salvo que el PSOE se entregue al PP. A ellos no les preocupa pasar a la pequeña historia presente por propiciar la caída del gobierno progresista, sino ganarle en uno de los terrenos más queridos por las actuales dirigentes del partido: el feminismo y los derechos de la mujer. Esa es su gran ambición. Al fin y al cabo, ellos nacieron a la política con el sueño de superar al PSOE (sorpasso), y quién sabe si, desvanecidas aquellas grandes ilusiones, no sería mala cosa arrastrar al Gobierno presidido por Pedro Sánchez con el peso de su propio declive político.