El impacto del Museo del Prado, con sus imágenes, sobre la cumbre de la OTAN en Madrid viene siendo enorme (y continuará). Pocos acontecimientos internacionales o nacionales de semejantes trazas se mantienen coleando días después de que los periodistas hayan apagado sus ordenadores y las cámaras viajen en las bodegas del avión. La OTAN (ya sabemos: cosa de militares, armas, muerte y desfiles) nunca se vio acariciada por tales manos. El arte y la historia producen efectos mágicos. Y las pinturas de El Prado son arte mayor. Fue un visionario quien propuso un aperitivo antes de la cena oficial en las salas por excelencia de la pinacoteca para admirarlas y hacer fotos en ellas. De esa hora junto al arte, la historia y una copa de vino en la mano ha nacido probablemente lo más humano que haya ocurrido nunca en la organización atlántica. La osadía de la Moncloa – cuentan – pretendía llevar a los mandatarios a fotografiarse ante el Guernica, de Picasso. Claro que al imaginar la cara de algunos de los congregados sonrientes delante de la muerte en puro hueso, debieron pensar que mejor de ese impacto deberían ocuparse las mujeres. En todo caso, los organizadores de los entornos a la conferencia defienden el posado con arrogancia: “¡Caray, somos una organización militar defensiva que siempre busca la paz!” Y acertaron. Lo seguro era Velázquez, uno de los dos o tres grandes pintores de la historia. También Goya, la magia rompedora y sobrecogedora de un visionario, el padre de los más grandes pinceles de la historia desde entonces. Y el hedonismo del barroco blanco y frutal, entre el cielo de leche y miel y el fauno de picha ligera siempre.
Los grandes mandatarios llegaron a la cumbre de Madrid pegando duro, enardecidos por la actitud y actos de Putin, al que se le achica el cerco cada día que pasa: más naciones, más armas, más sanciones. Pero la mirada del líder norteamericano se dirige sobre todo a China, el primo Zumosol de Rusia. Es verdad que los países de la OTAN apoyan decididamente a la Ucrania invadida, pero el cerco sobre China ya ha comenzado. El mandarinato comunista tiene cada día menos argumentos para mantener en pie su discurso intransigente. No es solo la fábrica infinita del mundo que nos inunda, sino el sostén principal del sátrapa del Kremlin, y mil ambiciones más. Europa ya había aceptado que no tiene más remedio que reforzar su propia defensa, incluso creando un ejército propio ya en ciernes, porque EE. UU., sobre todo tras el impacto de Trump, comenzó a desentenderse. Pero la invasión de Ucrania por Putin ha conseguido el milagro de que el esfuerzo militar se multiplique por dos. De Madrid, europeos, norteamericanos y los países aliados de Oriente salen con un doble enemigo: Rusia y China. Y un tercero, India, al que habrá que cortejar todo lo posible.
«La guerra actual se libra aquí, en Europa».
Las grandes decisiones siempre comportan enormes responsabilidades, esfuerzos y casi siempre sacrificios. El presidente Sánchez se ha comprometido a que España alcance un gasto en defensa del 2% de nuestro PIB en 2029. Pero antes de que el sonriente Biden hubiera despegado de Barajas para regresar a la Casa Blanca, se había abierto nuestra bronca patria, pues el presidente Sánchez convocaba a las fuerzas políticas parlamentarias a “un acuerdo de país” para duplicar el gasto militar. Aparece el viejo mantra de “cañones o mantequilla”, queriendo señalar el terreno exacto donde se pretende dar la batalla política. De este dilema participaría aún la izquierda en general; desde la que duda o se muestra tibia, hasta la extrema que pudiera estar imaginando, tras este nuevo encontronazo con los socialistas en el Gobierno, una oportunidad para rescatar a Unidas Podemos de las cenizas en que se viene convirtiendo. Piensan que el “no a la guerra” es un eslogan que todavía electriza ideológicamente a grandes masas; que ningún español sensato está por la guerra. No parecen darle mayor valor, sin embargo, a lo que nos diferencia de aquel escenario, pues la guerra actual se libra aquí, en Europa; que el mundo se fragmenta en bloques con inusitada rapidez y que dejamos de ver a China como el país del panda y el todo a cien.
Luego está la derecha, nacionalistas y separatistas varios. Y Feijóo. Este se presentará de la mejor forma que conoce: moviéndose sin que advirtamos la dirección de sus pasos y el sentido concreto de sus palabras. Este hombre es un laico con sotana, un hábil portavoz al que solo se le entiende que va a por Sánchez.
«Las grandes empresas nunca habían acumulado tanto poder».
De todas formas, la urgencia política de ahora no es cómo conseguir el doble de millones de euros para ojivas y chalecos antibalas, sino contener el empuje abrasador de la inflación, ese fenómeno desconocido hasta hace unas semanas para los españoles, salvo para aquellos que tenían uso de razón en los años 70 y 80 del siglo pasado. Una sandia a 10€ hoy da más pistas al pobre (y al que no lo es tanto) que las explicaciones de mil telediarios incluso objetivos. Para superar este gravísimo escollo no se ha inventado en democracia una salida más eficaz y decente que un pacto de rentas. El presidente Sánchez ya lo ha planteado, pero no parece que las derechas, incluidas las patronales, estén por la labor. Sánchez acaba de declarar que las empresas paguen mejor a sus trabajadores, una obviedad que viene siendo recomendada y exigida por numerosos políticos en gobiernos y oposición, miles de economistas, sociólogos, políticos…
El mundo agriado, que crece y se fragmenta, es consecuencia también de la negativa consciente a una remuneración digna del trabajador. El obrero chino – y en general, oriental – por ejemplo, puede que haya pasado del séptimo circulo del infierno de Dante hasta el quinto más tibio, en tanto que el trabajador europeo y norteamericano ha resbalado del segundo anillo al cuarto. Y las grandes empresas, en todos los casos, nunca habían acumulado tanto capital y poder.
Si la batalla política española del momento se guía por la “gran oportunidad” de tumbar a Sánchez ante todo y cuanto antes, los vencedores llegarán al gobierno con los días contados, pues encontrarán un país mucho más deteriorado del que surgiría tras un gran pacto de rentas. Porque las elecciones que gana la oposición tras grandes pactos son las más fructíferas y duraderas. Felipe González no hubiera permanecido casi 14 años en la presidencia del Gobierno de no haber firmado los Pactos de la Moncloa.