Desconectar en vacaciones es conectar con lo que es imposible durante el resto del año. Todo necesita una pausa, incluso Dios descansó al séptimo día. Estamos en movimiento constante, nos rozamos y agrietamos. Hay materia que se fatiga pasados millones de años y otra, la nuestra, mucho más frágil.
Agota el esfuerzo continuado y monótono; la presión permanente, los objetivos a alcanzar. El trabajador tiene muros más altos que franquear cada día que pasa. Han puesto en sus manos grandes palancas (máquinas, habilidades y conocimientos) para que llegue más lejos, abarque más, produzca en mayor cantidad y calidad y sea más rentable.
Al trabajador moderno se le exige tanto como enorme es la ambición que le espolea. Va a toda velocidad y cuando tropieza – y no digamos si cae – es un estorbo, un bulto opaco que trastoca la loca carrera de la cadena.
Así que el descanso, en el nuevo tiempo de digitalización al alza y acumulación máxima de beneficios, debería producirse más a menudo: vacaciones de una semana por cuatrimestre y, al menos, tres semanas en verano. Pero de ello no se habla. Ni siquiera los sindicatos se atreven a preguntar.
El empresario, y tantos como le inspiran, no están en ello; lo suyo es la producción constante, cumplir objetivos y llegar al máximo beneficio. Pero todo acaba llegando. Hasta el hombre más alienado se cansa y el empresario más cerril cede.
«Al trabajador le exigen en vacaciones echar un ojo constante al correo».
El trabajador urbanita, ese que sin ordenador y móvil es una criatura desnuda y avergonzada, es el que con mayor motivo necesita apagar esas maquinitas con las que se acuesta y se levanta y con las que nunca hace el amor, al menos por el momento.
Pero le exigen en vacaciones echar un ojo constante al correo, el whatsapp o la llamada telefónica. Estar al loro, atento a la llamada del tajo, la oficina o la fábrica. Es un suplicio que debe soportar; una batalla que ha de dar y ganar sin remedio.
Una semana sin atender el móvil más que para darse el lujo de hacer más fácil y feliz la vida cotidiana y/o familiar, y dos semanas con el ordenador y la tableta apagados, permiten desalambrar al ser humano; respirar un aire no viciado por los ardores de la exigencia permanente; reencontrarse con el milagro de la calma y, pronto, detenerse en la insospechada llamada de NO HACER NADA.
Mirar al horizonte sin mayor pretensión que proyectarse en un vuelo inconsciente hacia el reposo y luego pensar que la urgencia desapareció.
Felices vacaciones.