La máquina insaciable

Paula Nevado
Fotografía: Paula Nevado

Las llamadas doloridas de los esclavos modernos del mundo acaban sonando en todos lados. Los millones de hacinados en industrias apocalípticas de Oriente agitan en los últimos años menos el corazón sensible del occidental de vida confortable. Ahora el estremecimiento llega desde el Mediterráneo de los ahogados, el mar de los refugiados que más excita la víscera de las buenas pasiones. También apenan lo suyo los temporeros agrícolas (2 euros la hora) que deambulan de acá para allá buscando cada noche el chamizo que les oculte de las estrellas.

La pobreza y la esclavitud siempre van unidas, y en los últimos tiempos puede decirse que son palabras sinónimas. El rotundo director vasco de cine, Enrique Urbizu, declara en una entrevista publicada en diario El País, ayer día 21, que “la máquina (tradúzcase por el sistema) es insaciable (…) y va sola. No suele detenerse y suele conducirse hacia la autoaniquilación”. Alguna razón debe de tener, pues de lo contrario no se entiende que empleados de Goldman Sachs denuncien públicamente que trabajan 95 horas a la semana” (duermen 5 horas diarias y suelen meterse en la cama a las 3 de la madrugada).

Así que la nueva esclavitud también habita en las fenomenales y muy reputadas empresas del capitalismo occidental triunfante. No son ya solo los esforzados riders a los que se había dirigido el foco público; habrá que dirigir también la mirada hacia esas altas torres de cristal y acero, emblemas del poder capitalista, el lujo y la modernidad. Deberíamos enfocar hacia ellas los reflectores de la curiosidad, porque en esos prodigiosos edificios el algoritmo ha decidido, también, que para mantener márgenes de crecimiento y, claro, las grandes mansiones, hay que exigir más en todos los ámbitos del negocio.

Da igual que los chicos y chicas lleguen egresados de Yale o Stamford y traigan bajo el brazo las acreditaciones de haber realizado los másteres más prestigiosos; la mayoría se iniciarán picando de manera tan excesiva y continuada que en uno o dos años abandonarán. Pero eso no importará al jefe: son miles los que llaman a su puerta exhibiendo las acreditaciones suficientes. En esos picaderos nunca se agota la carne de universitario a cinco euros la hora.

 

«La explotación laboral dejó de ser el problema».

 

Aunque lo más curioso de todo es que la denuncia pública es de momento mínima. La pesadilla la conocen solo ellos, sus padres, sus amigos íntimos y sus parejas, aunque no siempre todos ni todos los detalles. Estos jóvenes despreciaron (o simplemente desconocen) a los sindicatos; no tienen convenios colectivos y las legislaciones laborales se las llevó el viento triunfal del nuevo capitalismo de las últimas décadas. La explotación laboral dejó de ser el problema; lo realmente dramático era no poder formar parte de la tropa de novatos con carrera en las torres del éxito.

Pero casi todo tiene su punto de ruptura, un límite. Si una buena parte del hombre, de Occidente al menos, dejó de creer (abandonó) a dios, cómo no va a encararse en algún momento con el abuso salvaje. El mismo Urbizu, pesimista, sostiene que la pandemia no nos va a hacer mejores. Seguramente, sin haber leído al filósofo surcoreano Byung-Chul Han, acaba llegando a la misma conclusión. El pensador sostiene que el capitalismo, en un nuevo y habilidoso giro, decidió primero crear al trabajador eventual y el autónomo, y ahora lo envía a trabajar a su casa  (teletrabajadores) por decenas de millones “para que se exploten asimismo”.

En los dos últimos siglos de gran expansión capitalista, y social también, se le dio máxima importancia a la investigación, el descubrimiento, la máquina… Y a sus mejores avances se les denominó progreso. En la última ola neoliberal, sin embargo, sus heraldos intelectuales, académicos y políticos achatarran la palabra progreso y se mofan o castigan a los que se autodenominan progresistas. Esta batalla puede que la hayan ganado. La palabra progresista, como libertad, solidaridad y tantas otras, hace suelo en el barro de la burla y el escarnio.

El escritor y poeta francés,  André Gide, desde hace décadas solo casual y raro compañero de algún estudioso en cátedra de letras, pero en su tiempo muy influyente, dejó escrito que “el porvenir pertenece a los innovadores”. Un siglo después, sigue estando en lo cierto. Sucede, no obstante, que hoy, como en su tiempo a lomo del los siglos XIX y XX, los innovadores acaban por olvidarse de cómo sobrevive el trabajador que empuja la vagoneta de carbón o el que da a la tecla del ordenador en un gran bufete de abogados.

PAULA NEVADO
A Paula Nevado, su inquietud y sensibilidad familiar, le han llevado a formarse en diferentes disciplinas creativas y trabajos artesanales. Desde hace años se las tiene con la luz y sus caprichos para adobar con ellos las imágenes que le interesan. Con esta colaboración traslada de manera abierta la búsqueda del mundo que solo puede capturar su ojo. Puedes seguir su trabajo en Instagram: @paula_nevado

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*

Cerrar

Acerca de este blog