“Este año me he perdido la primavera. Desde mi balcón no se ve, ni se huele, ni se siente. Puede que el frescor de las mañanas o el sol del mediodía, que te calienta la nariz, me esté diciendo algo, pero…”
De esta manera describe ella un lamento que ya viene aplacando; otra pérdida más que endosar al año borrascoso de la pandemia. Vimos en el mes de marzo cómo brotaban las acacias solitarias, guardianas de las avenidas más tristes del mundo; y oímos los píos exigentes de los gorriones en celo; también seguimos el crecimiento brioso de los setos tras los días de lluvia, pero ninguno de estos signos nos trajo noticia cierta de que estábamos en primavera, solo nos permitían observar el paso de la naturaleza, su cambio de estación, mientras nosotros continuábamos extasiados como marmolillos aturdidos.
Luego pudimos pasear. Acudimos a los parques, dando enormes zancadas agónicas, hambrientos de olor a hierba; pero los encontramos cerrados: los vallados, con sus cerrojos bien firmes, y los demás marcados con kilométricas cintas policiales anunciando coto vedado. Así que bordeamos los parques y jardines con desagrado y cabreo, como aquel que huele el asado de lechal y se le impide catarlo.
La primavera se nos pasa sin haber saboreado más que el recuerdo de primaveras pasadas. Porque a abril y mayo no los sustituyen los mejores álbumes fotográficos ni reportajes televisivos, y menos aún el bien intencionado vídeo del amigo al que llamó la atención el vuelo de dos palomas. La primavera no puede comunicarse, es inenarrable, hay que vivirla, sentirla, olerla, disfrutar de ella como hacen los críos con el agua que mueven las pequeñas olas del mar. La primavera no existe si no “te revuelcas en ella”, como dice un personaje del silenciado novelista sevillano Alfonso Grosso. Justamente eso es lo que no hicimos este año de lujuriosos prados: no hemos podido (y acaso tampoco tenido la voluntad) de retozar.
Este es otro de los malos síntomas que apuntan tras la salida más cruda de la covid-19. Parece que hubiéramos estado engordando durante ocho o diez semanas un nuevo sentimiento mezcla de aturdimiento, depresión y miedo. En la ciudad de Barcelona han detectado algo parecido y las autoridades sanitarias se han preocupado. Es como si les hubiera sobrecogido el extraño estado en que aparecen muchos de los humanos que salen de la caverna de la covid-19 (o la gruta de Platón). Porque ha cambiado el mundo exterior que dejamos en marzo a su albedrío y hemos mutado nosotros en el encierro. Fuera se aprecia mayor agresividad y radicalización y en nuestro pecho late una nueva forma de inseguridad y una pregunta insistente: ¿qué nos va a pasar?
«Las redes se hacen “dueñas de las noticias” y reinas del ruido».
Porque la pandemia agudiza y acelera los cambios profundos de nuestra sociedad puestos en marcha incluso antes de la crisis financiera y económica de 2008. Nos dirigirán nuevos capataces llamados tecnología, inteligencia artificial, big data… y trabajaremos más en nuestras casas o en centros similares a los que llamamos coworkings. Tenderán a desaparecer las relaciones laborales actuales y puede que ser autónomo en unos años sea un lujo o casi. En una sociedad de estas características, la naturaleza de la información, su gestión, influencia y tendencias rolará hacia nadie sabe dónde.
De momento, acelera la desaparición del papel (ya casi no influye); se debilita la radio convencional y la televisión, y la empresa periodística, incluida la digital, camina hacia un territorito progresivamente imposible. Los medios de comunicación pasan a ser tutelados por grandes poderes económicos e intereses políticos del más diverso pelaje. Las redes se hacen “dueñas de las noticias” y reinas del ruido. En buena medida, ya deciden el tono y la orientación de la información política en nuestro país. Y ahora es la derecha, la extrema derecha y los grandes poderes llamados irónicamente culturales, quienes toman la iniciativa y el liderazgo que mantuvo la izquierda intelectual y social durante buena parte del siglo XX.
Así que agradecido debe estar todo aquel que necesita hasta el dolor revolcarse en la primavera porque indica que no le ha vencido la pesadumbre del momento y que superó la brusca parada a la que nos sometió la covid-19.