
Las jornadas catalanas de Pedro Sánchez y el Gobierno irritan a las derechas y a una amplía franja de ciudadanos. Y también mantienen a los suyos con la respiración cortada. Pedro Sánchez lleva la política al límite; se maneja con la sorpresa, la novedad y la improvisación. En este caso se juega la partida por sacar adelante los Presupuestos Generales del Estado, agrietar el granito del soberanismo y, acaso, ganar el apoyo para una hipotética y próxima nueva investidura.
Es una forma de gobernar muy arriesgada. A Sánchez parece que no le importaran esas barreras que llamamos límites. Muchos califican de suicida a esa manera de gobernar, pues en gran medida resulta desconocida y es casi inédita en las últimas tres décadas de España. Recuerda en algo a los movimientos inesperados y sorpresivos de aquel Adolfo Suárez acosado en los años setenta por las lanzas de la historia. El demonio entonces se llamaba Santiago Carrillo con su PCE; ahora son los catalanes separatistas que siguen a esa collera no tan bien avenida de Puigdemont y Junqueras. Se le exige tanto como a aquel Presidente, ya inscrito en la historia, que, además, tuvo que verse con Arafat y Fidel Castro para que la izquierda creyera que no iba de farol con esa novedad llamada democracia.
El caso actual no es tan extremo; ni el parecido entre ambos políticos es tanto. Pero sí podemos encontrar similitudes en la grave inestabilidad política de entonces y ahora, pues en ambos casos se discute hacia dónde camina el país: democracia o dictadura, entonces; unidad o segregación, en la actualidad.
Claro que las diferencias también son aquí notables; en los setenta la mayoría de los ciudadanos, bien que con recelo y miedo la mayoría, querían libertad al igual que un gran número de partidos políticos. Hoy, la gran mayoría ciudadana rechaza con visceralidad la segregación de Cataluña del resto de España, pero los partidos políticos discrepan ferozmente en la forma de encarar el reto. Para la derecha, el diálogo que propone Sánchez no es más que rendición y entrega; traición, vocea Pablo Casado, que ha convertido su manera de entender el pulso separatista en la oferta electoral que hace al resto de España.
Prueba de fuego
En aquella década de la transición política fue la derecha reformista quien restituyó la Generalitat a Cataluña tras largos años de dictadura y exilio. Pero aquella derecha dejó de existir al ser achatarrada por los herederos de Fraga en el PP. El lugar de la UCD en esta encrucijada histórica lo ocupan los maltrechos socialistas del PSOE, que recogen el testigo del diálogo y la dificilísima búsqueda de equilibrios y acuerdos. Existe menos miedo que entonces, pero los políticos están más divididos y furiosos que nunca.
Así que el fin de semana catalán de Pedro Sánchez y su gobierno en Barcelona resulta ser una prueba de fuego para todos. El gobierno seguro que gana aprecio entre los catalanes no soberanistas y los catalanistas tibios. Mano tendida al diálogo con firmeza de fondo y quizás el aplauso de buena parte de la sociedad civil y el empresariado. Pero, ¿cuánto pierde a cambio en el resto de España? El diálogo nunca suma hasta que no se ven sus frutos. En cualquier caso, lo más feo del momento es que, uno, el Presidente del Gobierno se ha reunido con un Torra que se tiene por un apestado y mancha; y dos, desconocemos que tenga un plan para abordar las consecuencias que traerá este abordaje tras el cual la Generalitat no ha manifestado renuncia alguna.
Porque el gobierno adelanta a todo el mundo las cotas políticas que aspira a conquistar antes de haber completado el plan de ataque; y también es cierto que los principales enredos en que se ha visto implicado el Gobierno hasta ahora se los ha procurado él mismo y no la oposición y las circunstancias. Vamos, que no han sobrevenido acontecimientos similares a los de los chalecos amarillos franceses. Aquí el gran desaguisado es político: la desunión política.