
El camarero – copia de maniquí barato en blanco y negro – se esfuerza en relatar que tiene ginebras excelentes; balbucea algunas marcas en un inglés macarrónico que luego no acierta a distinguir sin son secas o afrutadas. Sí tiene clara una idea que expresa más o menos así: “Queremos dar a este establecimiento más caché, por eso nos esforzamos en traer marcas de prestigio”. Para evitar tanto enredo y apagar su cháchara inane, pedimos dos gin-tonic de Martin Miller. Media hora después descubrimos que, efectivamente, Lili´s (Plaza de Olavide, esquina Trafalgar) era un local de altura: 12,50€ el trago.
No muy lejos de la famosa plaza madrileña de la tortilla de patatas con pimientos, la cerveza y las mil emociones que trae la conversación y la risa, abrieron hace pocas semanas el enésimo restaurante pequeño y mono, entreverada mezcla de decenas de restaurantes monos de la zona. Aquí la camarera (“Soy sommelier”) confunde el cava con el vino espumoso y cuando, sin preguntarle, pretende dar una noción de los tintos de Toro, replica más o menos la descripción que Wikipedia nos trae de los Ribera del Duero. “¿¡Pero chica!?” “Disculpad, me confundí porque es que están tan cerca unos de otros…”
Así ruedan las cosas en vísperas de fiestas de Navidad: el caché y la ignorancia de la mano tirando de los precios hacia arriba que es una barbaridad. Las burbujas van por barrios, y allí donde engordan, las más pequeñas son del tamaño del muñeco de Michelin. Merece la pena escuchar a la dueña y señora del restaurante Barrera (Alonso Cano, 25), que advierte como “el desmadre consumista en Chamberí sobrepasa lo excesivo. Esto va a explotar muy pronto”. Es imposible tomar unas cañas y una ración por menos de 20€, y si descorchas una botella de vino en mesa con mantel no te levantas por menos de 40€.
A partir de la una del mediodía las barras comienzan a atascarse hasta que caen las cinco de la tarde, y solo la madrugada logra tranquilizar la calle. Los alquileres son tan desorbitados como el precio de la ensalada con un taquito de foie (?), pero el camarero que rasca los 1000€ al mes es un afortunado. El tráfico que mueve el metro los fines de semana, incluyendo aquí el jueves por la noche, es semejante a la hora punta de la estación de Sol. Y por las aceras no puede pasear un perro so pena de ser pisoteado. Todo parece alegría y jolgorio; vida sana, rápida y libre; claro, que el barrendero debe emplearse como si la Semana Santa de Sevilla procesionara todo el año por Chamberí.
La fuerza de la juventud
El vecino de la zona, persona mayor en su mayoría, observa el espectáculo humano con extrañeza y sorpresa máximas. En la parte alta de la calle Fuencarral, a determinadas horas, suceden estampidas humanas que no concluyen en atropellos y montoneras porque el personal se viene acostumbrado a sobrevivir entre la masa con la pericia del tokiota que vadea sus semáforos oceánicos. Pero los choques se suceden: personas aceleradas arroyan abuelas a menudo al rodear las esquinas, y los alaridos de perrillos al ser pisoteados comienzan a ser un clásico musical.
Menudean los frenazos estrepitosos y los cláxones excitados ante los invasores incontrolados de las calzadas. Porque, curiosamente, en la zona de comida, copa, conversación y asueto la mayoría camina como si llegara tarde al trabajo. El ciclista de Deliveroo solo muestra paciencia en su rostro sudoroso, y la dependienta de Zara o Sfera sale a las diez de la tienda en estampida sin que se sepa si busca el beso del novio o la boca del metro.
Claro que casi nada de lo que allí se ofrece es excelente ni bello. Ni humildes pero totales bocadillos de calamares (ya murieron), ni exquisitos platos de restaurantes para recordar. Destaca, eso sí, la fuerza de la juventud: su determinación por agotarse en besos, risas y sudor, y la facilidad que pone a disposición de los emprendedores el sistema económico que les proporciona dinero, logística y la carta de platos y vinos suficientes para que revienten trabajando impulsados por el sueño de hacerse ricos.