Las guerras eternas

La primera gran referencia que tengo de que vivía en un espacio más amplio que el que circundaba mi pueblo llegó con el ruido de tanques y aviones que traía la televisión de la guerra de los Seis Días (junio de 1967), que enfrentó a Israel con una coalición de ejércitos de Egipto, Siria, Jordania e Irak. La segunda gran irrupción del mundo sobre mí -más allá de los inocentes cuentos de aventuras- fue la invasión de Checoslovaquia por la URSS (agosto de 1968). Los aviones israelíes castigando los carros de combate egipcios en el Sinaí y otros tanques parecidos, bien artillados y humeantes, desfilando en amenaza por calles de Praga, son imágenes en blanco y negro -como de más allá de la memoria- que recuerdo del primer mundo que descubrí más allá de la frontera o límite extremo y excitante que estaba en la ciudad de Córdoba.

Quién me iba a decir entonces que más de medio siglo después, también la televisión traería el recuerdo de aquel antiguo horror con casi el único cambio del blanco y negro por un color destellante. En aquel tiempo también, claro, sucedía otro movimiento de carros de combate, fusiles, alertas y odio enorme, del que aún no me había dado cuenta: era la araña franquista que a todos nos enredaba en su jaula de hilambre férrea e invisible. La descubriría muy poco después al atar cabos entre las palabras y los silencios de mis abuelos.

Quién hubiera podido adivinar que más de cincuenta años más tarde, con generoso añadido, aquel niño ya cuajado, quizás no muy despierto pero altamente sensible, se levantaría una mañana compitiendo con el alba y recibiría el anuncio de que la primera de aquellas tres viejas amenazas reaparecía a todo fuego.

Ahora es Hamas, con miles de ayudas ocultas bajo la chilaba, la que lanza misiles contra el muro de tortuga relajado de Israel; Rusia quien cañonea a Europa por Ucrania; y el neofranquismo disfrazado de historia e igualdad para todos los españoles quien se manifiesta en Barcelona contra el catalán separatista y, muy en especial, contra el gran felón socialista llamado Pedro Sánchez.

 

«El odio al catalán no remite nunca».

 

Hubo un momento en las décadas de los años 70 y 80 que creímos que estábamos cambiando nuestra historia tan dura; que hasta podíamos mudar la piel de España y nuestro pensamiento de españoles rudos, pero al cabo no fue para tanto. Puede que el río de nuestra vida haya fluido con algunos pétalos mozos en la superficie en ciertas ocasiones; pero en el fondo de su lecho, los viejos rencores ocultos entre cienos con espinas se mueven solo en remolinos suaves que dejan escapar acaso los pensamientos más débiles.

Así que el fin de semana que acaba de morir amanecimos con la estela feroz de los misiles y las noticias de centenares de fallecidos y secuestrados. Se unía esta evidencia a la sensación marmórea de que Rusia no se moverá de sus conquistas en Ucrania por más bombas y metalla que reciba; y el PP, que decía -o parecía que decía o qué sé yo- haberse distanciado de la obsesión franquista sobre Cataluña y lo vasco, se presenta al lado de los que se nutren a las claras con las genuinas ideas del franquismo, y más allá, en Barcelona para manifestarse contra el inevitable Sánchez y su traición a España.

La historia -o nuestra historia, no generalicemos- resulta que tiene más y mayores certezas y cadencias que la naturaleza. Porque en nuestros otoños siempre refrescó y llovía, pero ahora no; sin embargo, el odio al catalán, y del catalán al castellá, no remite nunca. La España absolutista, desde los borbones al Franco bárbaro, redujo a los catalanes a cañonazos; y estos, tras las grandes desgracias y los escasos tiempos de caricia y regalo, se reagrupan una y otra vez contra la que llaman Madrid exigiendo su independencia. Ahora, otro presidente del Gobierno de la España en democracia trata de que, desde el diálogo y el perdón, brote un mutuo interés por entenderse. Pero los que representan la España de piedra se lanzan al cuello imaginario del Gobierno al grito de «una España igual para todos los españoles».

 

«Estamos ante una de esas quiebras eternas».

 

La quiebra de la Rusia soviética hizo creer al mundo la fantasía de que nos abríamos a un nuevo tiempo de libertad y democracia más próspero y feliz. Muchos se hicieron muy ricos convenciéndonos de la profecía. Pero al cabo, fue la gran superchería por la que se coló el ultraliberalismo para hacerse con gran parte de la riqueza del mundo orillando (comprando y/o engañando también) a sus gobiernos sin importarle los miles de millones de personas que convierte en consumidores o números -tanto da- obviando, claro, que también son historia, memoria y forman las sociedades.

Algo parecido ocurre con Cataluña. No bastó, o no fue suficiente, la osadía de Adolfo Suárez que, antes de la aprobación de la Constitución, recuperó la Generalitat, calcinada por Franco como todo lo que olía o recordara a república, democracia y libertad, permitiendo que Josep Tarradellas, su legítimo heredero, la presidiera tantos años después. Tampoco el generoso y diferente trato que tiene después.

Cuando algunos hombres de partido con poder, engaños y malas artes, décadas después deciden romper por las bravas con España, solo existen dos respuestas: palo y represión; o buscar fórmulas políticas y legales que vayan resolviendo los eternos desencuentros que inevitablemente van a continuar apareciendo. Pedro Sánchez, sí, urgido también por sus votos, busca de nuevo la renovación de un contrato político de conveniencia para un nuevo encaje de Cataluña y otras nacionalidades en España. Los españoles muy españoles lo rechazan con fiera vehemencia y también decenas de miles de catalanes reniegan de Madrid; pero quizás es una de las escasas formas posibles para que no se cañonee Barcelona desde Montjuic (es solo una imagen).

Estamos ante una de esas quiebras eternas. Sí, el mundo, sus regiones, países, pueblos y hasta barriadas, mantienen en ocasiones diferencias (odios y revanchas) tan hondamente sentidas que no se acaban hasta que ellos mismos desaparecen.

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