Ucrania y nosotros

España está muy lejos de Ucrania, y viceversa. Somos como si dijéramos naciones recién conocidas, a pesar de ser ambas Europa. Los acontecimientos políticos y amenazas bélicas de las últimas semanas han llevado nuestros ojos a fijarnos en esa extensa llanura regada de presentimientos inquietantes. Lo que piensen en Kiev de nosotros (¿sabrán reconocernos?) poco importa. Ellos hace años que están en guerra con otros ucranianos que quieren ser antes que nada rusos, y para nosotros esa posibilidad (¿remota?) es una nueva inquietud sobrevenida.

El mundo real cada día es más parecido al que se ficciona en televisión: a las tres, informativo cañero; un documental digestivo sobre el Serengueti, después; y a media tarde, una película de amor espeso aliviada con recurrentes cortes publicitarios. Lo inquietante comienza cuando la programación se decide en la dirección de informativos. Entonces es que el lío ya llegó o hay que contribuir a armarlo. En esas estamos.

El Kremlin, La Casa Blanca, Kiev y  las capitales de las naciones OTAN llevan semanas surfeando, con creciente preocupación, sobre la tensión armada Rusia/Ucrania. La amenaza rusa se impone tanto que el mundo occidental, sobre todo, y China y las grandes finanzas y empresas piden respuestas a sus estados mayores y confían en el hábil nervio de nuestra diplomacia.

 

«Es Pedro Sánchez el que ha decidido todo».

 

En esta ocasión, España no ha sido la rezagada, prudente o acobardada de otras ocasiones: el Gobierno ha tomado la palabra muy de mañana y en base a un plan estudiado. Todo empieza por recuperar la confianza de Washington. Primero, fue en agosto cuando el Gobierno ofreció las bases para que Norteamérica pudiera utilizarlas como escala para la repatriación de sus nacionales y ciudadanos de Afganistán. La crisis con Marruecos no acaba de cicatrizar, Biden puede ayudar. El 17 de enero último, el rey Felipe VI pide renovar el compromiso de amistad y colaboración con Marruecos. El 18, el ministro Albares se reúne con el secretario de estado norteamericano, Antony Blinken, en Washington; quedaban horas para que este se entreviste en Europa con su par ruso Labrov. De esta reunión se destaca la declaración de Albares: “Uniremos esfuerzos para resolver el conflicto del Sahara”. El 20, la ministra de Defensa, Margarita Robles, anuncia que la fragata Blas de Lezo y  un dragaminas partirán en unos días hacia el Mar Negro donde se unirán a una flota de la OTAN.  El 22, de nuevo Albares habla de diálogo y “si fuera necesario, de disuasión”. El día 23, el mismo titular de Exteriores afirma rotundo que es Pedro Sánchez el que ha decidido todo.

En menos de una semana, y en paralelo, hemos asistido a una borrasca de declaraciones de tierno sabor a antiguo, sentinas avinagradas que se abren paso entre telarañas del tiempo. La extrema izquierda levanta la bandera del “no a la guerra”, en tanto que la extrema derecha impone al Ayuntamiento de Madrid que se rotule una vía de su callejero con el nombre de “Baleares”, en memoria del buque franquista que bombardeó, de manera indiscriminada y criminal, a miles de familias que huían de la toma de Málaga y sus costas por el ejército franquista.

Todo llama la atención, pero en especial, que los profesores de políticas hayan escamoteado la evidencia de que la guerra fría se licuó al caer el Muro de Berlín y la disolución de la URSS, y más cerca en el tiempo, que el “no a la guerra” contra la coalición de Bush, que pasó de la decisión de la ONU y dividió a Occidente, nada tiene que ver con el momento presente.

 

«A ninguno le interesa que hablen los cañones».

 

En el segundo gran párrafo de la crónica prebélica que se escribe estos días, destaca “la culpa de Rusia”, la tiranía de Putin y el avasallamiento de la Ucrania democrática. La opinión pública necesita con urgencia más y mejor información sobre lo que sucede en realidad, una vez que la propaganda de unos y otros ha desplegado para conocimiento del mundo su intensa cartelera. Putin puede proceder como un viejo zar o un dictador soviético, pero algunas razones le asisten en esta cuestión. Se puede comprender que el Kremlin esté más que harto e irritado, pues desde los acuerdos por los que dejaba de existir la URSS, Occidente, y muy en especial, Norteamérica, no han dejado de intervenir para dividir, debilitar y acosar a la vieja y orgullosa Rusia. Es verdad que, desde hace algo más de un lustro, Moscú picotea enturbiando y torpedeando procesos políticos y elecciones en Occidente, pero no es menos cierto que la OTAN ha tendido una malla ofensiva y defensiva de países a su alrededor y que no es imprescindible ser una nación orgullosa y nacionalista como la rusa para sentirse ofendida, presionada y agredida.

Nadie sabe qué puede ocurrir en pocos días. Tampoco, a pesar de advertencias y soflamas, a ninguno le interesa que hablen los cañones. La clave estará en cómo se gestiona la aceptación de dos renuncias: que Rusia retire sus cañones, ahora en frontera de Ucrania, y que Estados Unidos y la OTAN no volverán a hablar en adelante de la incorporación de Ucrania a la alianza militar occidental.

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