La culpa de los inocentes

Produce escalofrío la declaración del escritor Alejandro Palomas cuando recuerda su paso infante por un colegio de la Salle en Premià de Mar: “Aquello era un infierno. Éramos 40 o 45 niños, solo niños, en clase, y estábamos todo el día con aquellos curas”.  Como él, han sido maltratados, y aun sodomizados, centenares de miles de niños y niñas (de estas últimas poco se habla, quizás porque el hábito de la abadesa cubre más que la sotana sebosa del cura). Todos lo conocemos. Se suele hablar bajito sobre estas canalladas, como si diera vergüenza, como si todavía el depredador aguardara detrás de la puerta.

La cuestión de los abusos de religiosos/as sobre niños y jóvenes viene de muy largo en el tiempo. Siglos de agresiones sexuales. Ellos siempre mandaron, fueron reyes y dioses al mismo tiempo. Fueron impunes. La carne más tierna era su bocado favorito, su prado donde yacer. Manosear a una criatura era como apagar el pábilo de la vela o abofetear al monaguillo por una pamplina.

El silencioso escándalo, el dolor secreto acumulado durante siglos, comenzó a pedir auxilio muy poco a poco hace pocos años. En Norteamérica, primero, Canadá, Australia… Los países anglos comienzan a escuchar a las primeras víctimas que se atreven a denunciar la agresión. Allí donde la Iglesia católica domina todo es más perezoso y peligroso. Pero España e Italia se llevan la palma. Nada se mueve en los países más poblados de iglesias, seminarios, colegios e internados religiosos. Parece que dominara una rara omertá sin capos aparentes.

Cada niño o niña que ha pasado por colegio o internado religioso (o simplemente se arrodilló ante un confesionario) tiene una historia, una cierta memoria vivísima de lo que allí le sucedió. No siempre negativa. La mayoría mantiene un recuerdo agradable o neutro. Pasó. Pero otros muchos llevan una astilla diabólica clavada en el pecho que, al no saber cómo sacarla, han decidido olvidar y sellar.

 

«La Iglesia católica se oculta, se excusa, miente».

 

De tiempo en tiempo, no obstante, – en temporadas de manera insistente – reaparece su escozor. Algunas de esas celdillas de la memoria, tanto tiempo presas por la repulsión y la vergüenza se remueven, tienden a abrirse. Pero el sentimiento de culpa es más fuerte y mantiene el dolor allí enclaustrado. Da pavor que se rompa y el pus incendie de nuevo aquel recuerdo.

La inmensa mayoría se impide recordar. Parece que, como ocurre a las víctimas de las dictaduras y sus esbirros, tuvieran que llegar los hijos y nietos para redimir la memoria del padre o abuelo amarrada a las argollas de la culpa. Porque como recuerda Palomar: “¿Ves lo que me haces hacer?”: los niños eran los provocadores de la vergüenza, “nardos que llaman a la saliva del amor”.

Aquí tenemos dos grandes problemas. La Iglesia católica no quiere saber nada de todo esto, se oculta, no sabe, se excusa, miente. Y los abusados quieren olvidar. Después de décadas, han sublimado el sobeteo, el beso de nicotina, las felaciones, las dolorosísimas penetraciones. Es necesario olvidar, olvidar, olvidar. Eso no pasó. Qué vergüenza. Yo siempre fui un hombre, jamás un maricón.

En el recogimiento cervecero de los amigos, alguno cuenta que le pasaron cosas con los curas, eso sí, nunca importantes. Lo superó y se ríe de aquel hermano: “pobre bujarrón”. Pero de un tiempo a esta parte, también en España, las cosas parecen estar cambiando un tanto. El actual Papa ayuda y el nuevo tiempo es propicio para secar la culpa en el aire hablando de aquello, de aquel invierno en el seminario en el que el padre P. obligaba a ducharse con camisón para evitar tocamientos. Claro que luego el padre P., en clase de matemáticas, acariciaba los cogotes deslizando su mano por toda la espalda.

Aparecerán más denuncias en las próximas semanas y meses; abusados y abusadas ocultos descorrerán cortinas. Hasta el Congreso de los Diputados se apresta a abrir una Comisión de Investigación, pues la Conferencia Episcopal poco o nada hace por remediar ese dolor emparedado en tantas memorias.

 

«España le presta una atención especialísima a la Iglesia».

 

La jerarquía eclesiástica a lo más que llega es a solicitar por carta que cada orden investigue a sus abusadores. Los cardenales no quieren pringarse. Cuando se trata de dogmas, el Vaticano impone a todos, si se trata de abusos sexuales, qué allá se las entiendan colegios y seminarios; sacristías y obispados.

Duele pensar que Roma, la capital de Dios; y España, la tierra de María Santísima, nación donde tuvo lugar la última cruzada católica, sean las naciones más rezagadas en la denuncia y purga de la plaga secular de depredadores sexuales. Hasta la beatísima Irlanda y la Francia, que acusó de sectarios y cismáticos a todos aquellos que hablaron de la belleza de las flores, se adelantaron. ¿Por qué será? No hay una explicación que satisfaga a todos, o al menos a la mayoría, aunque sí tenemos algunos indicios.

Traigo aquí uno es relevante. En España, sus gobiernos y su ciudadanía continúan tratando de manera fenomenal a la Iglesia católica. Casi no paga impuestos para escándalo de Bruselas, y recibe centenares de miles de euros de la declaración de la renta. Explotan con el ánimo de lucro del empresario voraz catedrales, iglesias, conventos, museos o espectáculos varios y, vaya, las relaciones del reino de la España democrática con el Vaticano se rigen mediante un tratado que firmó el dictador Franco en 1953.

Sí, España le presta una atención especialísima a la Iglesia católica. Claro que si el PSOE apoya la formación de una Comisión de Investigación en el Congreso como solicitan diversos grupos parlamentarios, es fácil anticipar qué pasará: proclamarán que vuelven los rojos, marxistas y separatistas. Y, de nuevo, miles de hombres y mujeres tan doloridos se cerrarán en la concha que tanto les tortura.

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