Llanto por las palabras

Imagino que el mundo amplio de la cultura y el arte, pero sobre todo el literario, vivirá esta época – que ya camina más allá de dos décadas – entre la permanente irritación y el llanto recurrente, pues nos están matando las palabras. O las mutan, embriagan y enloquecen.

Sufrimos una plaga de comecocos, desconocida por gigante, desplegada a tiempo completo contra todas las páginas de papel y las pantallas infinitas de ordenador y afines, que mutila nombres, confunde significados y baldea hasta la fosa séptica de lo podrido miles de palabras que nunca más volverán a aparecer.

Tal es la carnicería, que incluso la persona que hizo un buen bachiller y tuvo un cierto interés por la lectura, sufre de crecientes dificultades para leer un periódico y no llega a entender del todo demasiadas novelas. ¡Y no digamos aproximarse siquiera al (no) lenguaje que se ha apoderado de las redes sociales!: las “fuentes de conocimiento” de una galopante mayoría.

Se trata, sin duda, de un diluvio en marcha sin clara alguna, que incluso pudiera estar en su comienzo. Y sobrecoge. Triturar la palabra, torturarla, secuestrarla (¿qué fue de ti, libertad?) es más terrible que acabar con una civilización o una determinada cultura, pues conduce al ser humano hasta un abominable retroceso animal. Sin la palabra, sin comunicar y entendernos, somos poco más que troncos animados.

 

“Las palabras son nuestra identidad esencial como especie”.

 

Esa inundación de siglas, acrónimos, neologismos tex, equis, ces, haches y otros mil garabatos maltraídos de la cábala cutre y analfabeta están arrasando las páginas de nuestro diccionario con idéntica furia que los cascos del caballo de Atila tronzaban los jardines de las casas principescas que bordeaban Viena.

Recordaba hace unos días el escritor Manuel Rivas en El País estas palabras de Camus: “No es el compromiso el que me lleva a escribir, sino que son las palabras las que me llevan al compromiso”. Las palabras almacenan todo lo que el hombre puede alcanzar a conocer, perseguir o soñar durante su paso por este mundo. Las palabras son la comunicación entre los hombres, su memoria y emoción, su identidad esencial como especie. Y al caminar por el tiempo, se van despojando de sus capas más desgastadas para vestir de nuevos timbres y significados con la naturalidad de lo que evoluciona.

 

“La palabra no puede estar al servicio de nadie”.

 

Las palabras son – ¿o acaso eran? – nuestro mayor hallazgo como especie; sonidos o cantos plenamente libres a nuestra disposición para entendernos, disfrutar o padecer de todo lo que nos depara la vida. La palabra no puede estar al servicio de nadie.  No es siquiera de los maestros y menos aún de doctrinos, popes o dictadores. En su poder, la poesía se transforma en bayoneta y en los huecos al aire de cada vocal colocan una mota de veneno.

Estamos en esas. Además de covid, padecemos epidemia de las palabras que mutan o mueren. La carcoma de la vileza las convierte en ceniza o las arroja al olvido. En los últimos años, se produce una transustanciación que las convierte en ruido y engaño.

Ahora, la libertad la regala el tirano; la solidaridad, la empresa multinacional; la felicidad es un refresco y el amor, un viaje exótico. Lo curioso del caso, sin embargo, es que el comecocos no engaña a nadie: a su ofensiva le llama batalla cultural.

Fotografía
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