Pasear es engañar a la prisa y a la urgencia que agotan. Es encontrar la calma a la intemperie. El paso lento o vivo mantienen un compás exacto con el tic tac del tiempo de cada uno de nosotros. Esa armonía suele tener el efecto de las infusiones que acaban por serenar la excitación. Las preocupaciones, el ahogo, y no digamos la desesperación, terminan por aquietarse con el aire que roza nuestras sienes y el sonido rítmico de nuestros pasos.
Caminar nos lleva a un cierto ensimismamiento que nos aproxima a entornos en calma, ordenados o no tantos, pero reconocibles y, en ocasiones, sorprendentes. Andar atendiendo, incluso con distracción, a la respiración, su ritmo y aliento, indica que no perdimos el equilibrio como habíamos creído, o no del todo. Poco a poco, a medida que nuestra espalda se templa y reconocemos el pecho aliviado, cuando solo unos minutos antes saltaba, comenzamos a reconocernos mejores.
El entorno nos llama la atención: los niños gritan demasiado en el parque, sí, pero en la terraza abrigada, ellas y ellos son enormes bocas que ríen. Te vas olvidando de ti y aparece un amplio escenario en el que observar es muy adictivo. Ya no domina el martillo del pensamiento, aparece el sabueso de la curiosidad. Encuentras personas y objetos, colores y sensaciones que te atraen, o simplemente prescindes de ellos. Pero la curiosidad ha vuelto.
Te vas a fijar en las bufandas y fulares que semejan abultadas mantas enrolladas en cuello, espalda y pecho de numerosas chicas y chicos. Son exageradas la mayoría, pero te llaman la atención. Recuerdas que siendo universitario también te embozabas en bufandas de paño a cuadros. Protegían tu delicada garganta. Pero siempre tuviste problemas con ellas: las perdías. Y tu madre, harta, las dejo de comprar. Pero, coño, te has acordado de ellas y te han entrado unas enormes ganas de comprar una o dos. ¿Y por qué no también una enorme de punto grueso y peluda para ella?
La saliva, hasta ahora espesa y acre, te sabe dulce de repente. Una sonrisa inconsciente te achina los ojos hasta hacer saltar algunas lágrimas. En el chaflán de la glorieta, que antes fue señorial, ves la tienda. Parece que te espera.
– ¿Cómo se llama usted?
– Teddy.
– Disculpe, es que necesito conocer el nombre de las personas con las que hablo, siempre ha sido así.
– No se preocupe, no se preocupe. ¿Y usted cómo se llama?
– Satanás, soy Satanás.
– Como el demonio, qué guay, jajaja.
– No como el demonio, soy ese demonio.
– ¿Cómo? (Teddy está alarmado)
– Sí, soy Satanás, o al menos lo era hasta poco antes de entrar en la tienda. Ahora empiezo a sentirme otro.
– ¿Otro? (Teddy desplaza una mano nerviosa por el mostrador buscando no sabe si un palo o un teléfono; no se pone de acuerdo en qué será lo mejor)
– Sí, en realidad me llamo Rafael Poe y soy de Montilla. Pero esta tarde estuve a punto de cometer una locura.
– No me diga, ¿qué le ocurrió?
– Nada, nada, fue la tristeza de nuevo.
– Bueno, pero ya no está triste.
– Eso es, cuando regrese a casa, ella y yo nos pondremos las bufandas y saldremos a dar un paseo muy largo.