Se habla los últimos días, por todos lados, del apagón de Europa que pronostica el ministro de defensa austriaco. En consecuencia, se han agotado los infernillos a gas, al igual que en el mes de marzo del pandémico 2020, se extinguió el papel higiénico de los lineales de tiendas y supermercados. No hace falta que insistan demasiado para que nos pongamos a resguardo de las catástrofes con enorme rapidez. Basta con la frase de un ministro austriaco (o letón, hubiera dado igual), o con el vozarrón urgente de nuestro influencer de cabecera con eco.
A estas alturas, ya estamos suficientemente entrenados para encajar las grandes amenazas porque nos hemos convencido de que caminamos hacia grandes tragedias. Fijémonos en la atracción del volcán Cumbre Vieja, de la isla canaria de La Palma; nos fascina observar sus vómitos de fuego que buscan el cielo; su riesgo constante de brasas líquidas; sus estertores y la lluvia de ceniza tan mineral. Es lo más parecido al infierno. Solo faltaría que hubiera desgracias humanas, pero nos consuela observar los centenares de viviendas sepultadas, esa imagen imperecedera de la iglesia tragada por la lava y unos científicos del inframundo que nos parecen jipis insólitos entre la fogata y la humareda.
“Cada día hacemos menos caso a la evidencia”.
Nos va el espectáculo de la destrucción. Lo saben a la perfección aquellos que se dedican al entretenimiento y nos ceban sin cesar con el alpiste de la superstición y el miedo; y es posible que, más pronto que tarde, con el consuelo de una nueva religión. Algunos gobiernos y universidades, científicos, profesores y contados escritores y periodistas se esfuerzan en hacernos recordar, por favor, que dos y dos siempre suman cuatro; que la lluvia siempre mana del vientre de la nube y que a todos nos parió una madre. Pero cada día hacemos menos caso a la evidencia, esa realidad aplastante que hasta hace pocos años no necesitaba ser explicada para que la entendiéramos todos y que hoy comienza a ser un arcano para millones.
No es necesario traer como ejemplo a los antivacunas o terraplanistas y sus cuentos. Ellos ya hicieron su trabajo. Ahora, son miríadas de políticos y oráculos en los medios de comunicación quienes, desde sus púlpitos en redes sociales, parlamentos, teléfonos y megáfonos, caldean y avientan las más sabrosas metrallas con las que alimentan la inseguridad y el caos. No hay titular periodístico que olvide incorporar, al menos, un adjetivo descalificativo o catastrófico, y son mayoría los textos (aún los llaman noticias o información) que se escriben contra alguien.
“Acaban transformándose en certezas los bulos”.
Se ataca, como decía, a la evidencia con especial empeño ya que, al ponerla en duda y solfa, el hombre queda desnudo cuando se derrumba todo lo que siempre dio por seguro o cierto. De esta manera, somos más vulnerables. Los ejemplos son constantes y los tenemos a diario. Las personas menos expuestas a la intoxicación de los nuevos brujos observan con incredulidad cómo van creciendo, se extienden y acaban transformándose en certezas los bulos y patrañas. Uno de los últimos, dicho solo a título de ejemplo, es el que lanza Pablo Casado al afirmar que España se encamina hacia la quiebra económica.
La mentira y el bulo son tan adictivos como el dulce. Insistir en ellos con machaconería lleva a que el ciudadano se quede sin referencias culturales y se desnaturalice. De esto va la época que recorremos, una radical sumisión al dios dinero y las sirenas de la felicidad. Sus llamadas son tan fuertes y tentadoras (irresistibles) que corremos ansiosos y enloquecidos para atraparlas, sin reparar en que hemos de escalar enormes cordilleras y atravesar mediterráneos que nos irán consumiendo el alma (nuestra única posesión), día tras día, con el canto de las nuevas sirenas digitales que pueblan las redes sociales a modo de novísimas Calipso. Juventud eterna a cambio de que olvidemos quiénes somos.