Pido perdón en la primera línea: no voy a dar la receta del mejor gin-tonic del mundo, ni hablaré de marcas de ginebra o tónica recomendables, y tampoco aconsejaré qué tipo de limón es el mejor. Sé que es meterse en un jardín de torpes, porque siempre habrá miles de personas que sepan de gin-tonic mucho más que uno; como de fútbol, de puros o de ostras.
El gin-tonic no es un trago, ni siquiera un combinado: es un momento, un tiempo en suspensión que nos concedemos para observar el mundo de la manera que imaginó y nos contó una vez un hombre que un día fue feliz.
Para alcanzar esa calma absoluta de espíritu no se necesita gran cosa, solo es recomendable prescindir del mundo; dejarse acompañar por uno o dos amigos, no más, totalmente entrenados en el arte de tutear a la felicidad quieta, casi inmóvil; hablar poco y tener de frente el horizonte natural más amplio posible. No hablo solo de terrazas que estiran la vista, torres que conducen al firmamento o bosques y llanuras en lontananza, sino de cualquier horizonte que nos nutra de placer, deseo o belleza.
Para disfrutar del mejor gin-tonic es necesario acudir hasta él limpio de rabias y otros pesares o pendencias; todo gramo de sucio pasado que llevemos adherido será un baldón. Inocentes como querubines y deseosos de placer como el último recuerdo de Baco antes de dormirse.
Si piensas en positivo y compartes momentos de amor y amistad todo irá mejor. Claro que también en el transcurso de esta obra humana interviene también la ginebra y la burbuja tónica. No iba a hablar de marcas, pero no me resisto a terminar por torpe y citaré mi último descubrimiento ginebrino. Se llama Spirito Vetton. Es extremeña, singularísima y única; de un equilibrio aromático excepcional que abraza todos los sentidos disponibles. Y tónica, ¿qué decir?: Schweppes. No conozco un genérico con tanta personalidad. Quizás por ello no ha habido titán que lo venza, ni dios que la compre.