Cerrar la semana laboral tomando un gin tónic en El Alambique de Santa Marta del mercado de Vallehermoso, en Madrid, no es cualquier cosa. Las nubes persistentes de un invierno tan encapotado y lluvioso se agotan, y el sol de las cinco de la tarde -que camina hacia el sueño de su ocaso- se cuela por el portalón del mercado despertando la sonrisa de los camareros. Sentados sobre unas banquetas caballito en torno a una ficción de bidón de la antigua Campsa, que oficia de mesa, el gin tónic de ginebra artesanal (“propia” remacha la camarera) nutre aún más que la caricia de un ángel.
Hoy en los mercados, que abren sus puertas a nuevos restaurantes y productores singulares a convivir con los puestos tradicionales, se puede alcanzar ese tipo de sensaciones. Es posible disfrutar de un arroz negro junto a un ordenado promontorio de alcachofas. Incluso puedes pedir en ese mismo instante que te preparen algunas de ellas a la plancha con un chorrito de aceite recién salido de la almazara y unas hebras de azafrán que se derretirán en el centro. Es otra manera de disfrutar de tu ocio, mientras compartes amistad bajo las duras cerchas metálicas de un mercado de 1929 y te penetra el olor remoto del pescado y el suave de la carne troceada que descubriste e incorporaste a la memoria siendo niño.
La transformación masiva de los mercados en “otro suceso” empezó hace unos cuantos años. Los supermercados lo absorben todo generando que estas antiguas lonjas de abastos desmejoren como hojas lacias de acelga. ¿Qué hacer? Algunos ayuntamientos, subyugados por los mercados gourmet llamativos, transformadores, millonarios y pijos, permitieron realizar proyectos como el mercado de San Miguel, en Madrid, o La Lonja del Barranco, en Sevilla, y bastantes más en numerosas ciudades de España. Iniciativas empresariales, algunas muy lucrativas para sus promotores, que arrasaron con los mercados tradicionales suplantándolos por mil bares de pinchos, meneos de vinos, risas coquetas, pijerio y extranjeros con cartera. O sea, un negocio más sin otro sabor que el peso de la bolsa diaria para sus promotores.
Comercio, convivencia y ocio
Junto a estas propuestas doradas y muy chic surgen otras híbridas que conviven con los mercados tradicionales. Ninguna de las que conozco se parece a la Boquería barcelonesa, porque esa fórmula de vida tan lujuriosa como humilde y tan real es inimitable. Pero intentan acercarse a ella procurando la convivencia de las cebollas frescas con la tienda de productos artesanos de Asturias o las nuevas cervezas que te marean con su gusto y diferencia. Y en el espacio que encierra la fina línea ondulada que quiere hacer coincidir al tendero de toda la vida, que se desmorona, con el productor artesanal, que pretende revivir y salir del catafalco donde lo empotró la moderna industria agroalimentaria, se encuentran las más variadas y sorprendentes soluciones. Se puede comer cecina de buey a buen precio, porque los bueyes existen; pollo de corral, porque la sierra de Madrid es un pedregal repleto de lombrices; vinos como elaboraban los romanos y garbanzos con tagarninas de primavera; ginebra exquisita de una mini destilería de Aranjuez y un impensable ron salido de las criaderas de roble de Rute.
En todo caso -y sea cual sea su destino cierto o decepcionante- ya se ha acertado en lo esencial en este movimiento de transformación del vientre de los mercados de abastos: ha conseguido que los ayuntamientos continúen destinando estos espacios (algunos monumentales y todos historia popular riquísima) al comercio, la convivencia y el ocio. Porque solicitudes para que se transformaran en solares prestos para elevar sobre ellos torres para la especulación han existido por miles.