En ocasiones ocurre que observas cada mañana si maduró la manzana y es el día que no te acercaste al árbol, cuando esta cae al suelo, engalanada de amarillo y vencida de dulzor. Algo parecido ha sucedido con el súbito acuerdo de los ministros de economía del G-7 que va a exigir a las grandes empresas multinacionales que operen en sus países y zonas de influencia, que apoquinen al menos un 15% en impuesto de sociedades y tributen en aquellos territorios donde efectivamente se realizan sus actividades y negocios.
Este impuesto esencial en la cesta impositiva de las grandes economías viene decayendo paulatinamente en las últimas décadas de dominio económico ultraliberal, al pasar del 50% en los años 80 a menos de la mitad los últimos años, y todo ello a pesar de las batallas que viene dando la Unión Europea que, como se ve, tuvieron poco éxito. Al final, casi siempre ganó el derecho creativo de las legiones de abogados, lobbies, prensa y el miedo (o consentimiento) de no pocos gobiernos. Las últimas iniciativas de España, Francia y otros países comunitarios para imponer a las tecnológicas la llamada tasa Google venían siendo bombardeadas con tanta precisión que muy pocos creían que sus dardos iban a alcanzar siquiera la diana.
Sin embargo, la iniciativa de Joe Biden, y luego la velocidad meteórica de la secretaria del Tesoro, Janet Yellen, para atraer a los países que componen el G-7, parece haber cogido en paños menores a tecnológicas, corporaciones financieras, farmacéuticas y, en general, grandes grupos industriales expertos en escaquear impuestos.
Claro que deberíamos pensar, no obstante, que no todos estarían en Babia, unos cuantos porque han manifestado hace tiempo su voluntad de pagar mayores impuestos y otros porque siempre están en el ajo de todo lo que ocurre entre bambalinas de gobiernos, porque viven empotrados en ellos y las grandes instituciones internacionales. Todo esto, sin embargo, se aclarará pronto. Porque es impensable que el gran capital se dé por vencido así como así solo por el empellón de un anciano presidente, aunque sea de USA, el aplauso que recibe de la UE, Reino Unido, Canadá y los ensimismados japoneses. Llevan cuarenta años batallando para hacer bailar el mundo a su humor e interés como para caer degollados en tres o cuatro semanas de la primavera de 2021.
«Asombra la determinación de la administración norteamericana».
Hay que esperar su primera gran reacción de aquí a la cumbre de julio en Venecia, que reúne a los jefes de Estado del G-7, para ratificar los acuerdos de Londres. Porque ellos, y millones de ciudadanos de todo el mundo también, estarán pensando cómo es posible que los políticos (y la política) más desprestigiados del último cuarto de siglo puedan decidir sobre la orientación y el ritmo del cambio de era que vienen conduciendo ellos casi a su antojo.
De todas maneras, asombra la determinación, audacia y valentía de la flamante administración demócrata norteamericana. Sorprende a todos (menos quizás a chinos y rusos) y anima a una UE alicaída que viene poniéndose vendas ante la salida de Merkel y la proclamada derrota de Macron.
La voz más agresiva de los mercados se apresura a señalar que la decisión de la Casa Blanca, encaminada a realizar reformas profundas de las reglas fiscales internacionales, se debe a que debe financiar la ingente cantidad de deuda que emite para superar la crisis de la covid. Y es cierto: USA multiplica su déficit para salir airosa de la crisis de la pandemia y del desgarro peligrosísimo que deja la presidencia de Trump. Pero se debería pensar también que es una de las escasas iniciativas políticas globales de envergadura destinadas a contener el despeñamiento de Occidente hacia la desigualdad y la pobreza. O lo que es igual: el achicharramiento de las libertades y la democracia.