Las fachadas se enmarañan de verde, a pesar de todo

Paula Nevado
Fotografía: Paula Nevado

Estas largas semanas de enclaustramiento están dando para mucho. Cada casa es un laboratorio de experimentos; del paseo puedes traerte un milagro; y, si nos lo proponemos, podemos ver las más de 3.000 series puestas a nuestra disposición en numerosas plataformas. Sí, ya sé que soy muy lírico, que se me olvida hablar del problema de los niños (y el latazo que dan), los largos y soporíferos días de Telecinco y esas lorzas que ya nos sopesamos a mano llena. Nuestras casas ya no son “el hogar”, sino fábricas, oficinas o campamentos: el mundo reducido a 40/60 metros para la mayoría. Pero de todo esto se habla y se escribe con largueza e indignación creciente, y hasta los que desconocen la palabra derecho reivindican el suyo de salir a la calle por cojones. Se escribe menos de otros acontecimientos. Veamos en unas cuantas líneas qué da un paseo lento, muy despacio, de 200 ó 300 metros con una perrita mayor, medio ciegaolerona al máximo.

He observado con emoción cómo crecían por días las hojas de las acacias y el fresno; en una semana pasan de inapreciables brotecillos ciegos, que revientan, a ser el asomo palmípedo de ánsares verdes. Las fachadas de los edificios, abiertas al sol y la ventisca del invierno, se enmarañan de esperanzas delicadas removidas con lentitud. Vemos la cola más civilizada del mundo frente al supermercado. Hombres y mujeres (por este orden) en chándal o similar, en todo caso ropa de andar por casa, esperan su momento guardando dos metros sobrados de distancia entre ellos. La mayoría va con mascarilla y guantes desde hace unos días, supongo que es consecuencia de la bajada de precios de los protectores o su reparto gratuito en el metro: mascarillas quirúrgicas. El quiosquero ya está en su chiscón antes de las ocho de la mañana. Un héroe, un esforzado imprevisto (¿De qué valen los periódicos?). Pero ahí está, le han dicho que su misión es esencial y la cumple, aunque venda menos de la mitad y se aburra como una ostra porque ya se disolvieron frente a él los corrillos habituales de gente exaltada que hablaba de fútbol o de política.

Hay muy poco tráfico: furgonetas de reparto de toda clase y dimensión; taxis lánguidos como perros blancos y vagabundos entre tanta soledad; motos a toda leche y la policía en constante paseo y ojeo; y coches de particulares que aumentan con el paso de los días. Pero lo que más llama la atención son los enérgicos autobuses azules de Madrid. Corren como ágiles y velocísimos carros de combate sin cañón que no llevan a nadie, a lo sumo una o dos personas en hora punta. Viajeros inmóviles sentados en las traseras y  expuestos como estatuas parduzcas o azulonas a nuestra vista. Son mujeres la mayoría, latinoamericanas que van a sus tareas de cuidar, servir o cocinar. En ocasiones, recuerdan a los personajes atentos, perdidos y muy solos de Edward Hopper, pero con el color perdido y sin ademán alguno. Sorprende e inquieta una ciudad así amanecida en todas y cada una de las plazas de la ciudad. Se escribirá mucho de todo esto; se harán encuestas y no pocas disciplinas académicas de orden social profundizarán en lo que ocurrió en este tiempo y cuánto se perdió.

 

“De vez en cuando, se dan noticias blancas y descontaminadas”.

 

Ya en la casa, leemos, oímos la radio y encendemos el telediario a barullo durante horas. ¿Qué nos ocurre entonces? Hace falta ser Tarzán, pero el auténtico, el que encarnara Johnny Weissmüller, para pasear siquiera diez minutos por esa selva: ora es charca de cocodrilos, ora nube de mosquitos venenosos, lo que mejor nos cuadre. Así que mejor no penetrar en ella; es más higiénico y sensato quedarse sentado en la piedra volcánica de la orilla desde la que antes contemplábamos el mundo cuando nos creíamos libres (o más o menos sueltos). Así que leo o atiendo al ruido del mundo con la letra o la voz de los periodistas que aún aplican ciertas reglas de la profesión que también a mí me enseñaron en la universidad y la redacción.

También aquí se ha introducido, como la lombriz de intestino, el virus del interés, lo particular disfrazado de lo general; pero, de vez en cuando, se dan noticias blancas y descontaminadas. Así, los últimos días oí que no hay temporeros para recoger el espárrago, la fresa y la cereza que ya están en sazón; los agricultores, o sus representantes profesionales, se lamentan de que el peón español que se decide por un jornal en esta tarea, “dura un día (…) que a la mayoría se les ha calcinado el espinazo y eso duele mucho al agacharse (sic)”. Y se lamentan de que no tengamos a “los búlgaros como otros años”. Ahora se deshacen en elogios por ellos, como sucede también con las chicas marroquíes que van a la fresa. Y pienso que, a este paso, si no se abren pronto las fronteras, vamos a tener seis millones de parados y ningún español para recoger el tomate, el pimiento, la berenjena…

 

“Somos hijos y nietos de campesinos hambrientos”.

 

Es muy lamentable lo que viene ocurriendo desde hace años en una vastísima zona de nuestro empleo/desempleo: agricultura, construcción, restauración, cuidados, hogar y muchas tareas más. Ya somos como los ingleses: millones de trabajadores en paro (o a lo suyo) recogiendo el tibio sol de la mañana en la solana de los adosados y acabando el día en el pub, en tanto que millones de extranjeros realizan los trabajos que ellos aborrecen. También se les ha calcificado el espinazo y puede que hasta la mollera en parte. Porque no tiene mucho sentido pertenecer a un país dedicado principalmente a los servicios, creciente exportador y manufacturero de productos de alimentación, constructor compulsivo y especulador que vive en la calle, sin que participe directamente en esa obra.

Claro que existen variadísimas razones que lo explican. La más sencilla de entender es que buena parte de españoles somos hijos y nietos de campesinos hambrientos que huyeron de la besana a la ciudad, con sus pulgas y chabolas, hasta encaramarse en la fábrica y hacerse con un oficio. Sus hijos se hicieron funcionarios o maestros, y muchos entraron en la oficina: llegaron a la universidad. Todo ese relato hace tiempo que se viene deshilachando y ahora muchos no saben quiénes son; ni cuál es su vocación ni mucho menos cuál es su destino. Lo único que tienen claro es que no volverán al campo o al andamio: ese fue el castigo de sus padres y abuelos que ellos no van a pasar.

Sin embargo, qué paradoja: la nueva derecha y el miedoso mundo que se nos echa encima no quiere más extranjeros en España: “Nos quitan el trabajo, hacen que bajen los salarios y las jornadas son de esclavos”, exclaman. Ahora no hay extranjeros para recoger la fruta: ¿será posible que los mismos xenófobos que abominan del negro o el balcánico, exijan a los españoles realizar los trabajos en parecidas condiciones que lo hicieron sus abuelos? Da escalofrío.

PAULA NEVADO
A Paula Nevado, su inquietud y sensibilidad familiar, le han llevado a formarse en diferentes disciplinas creativas y trabajos artesanales. Desde hace años se las tiene con la luz y sus caprichos para adobar con ellos las imágenes que le interesan. Con esta colaboración traslada de manera abierta la búsqueda del mundo que solo puede capturar su ojo. Puedes seguir su trabajo en Instagram: @paula_nevado

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