El doble color de la huerta

Paula Nevado
Fotografía: Paula Nevado

La fresa es una fruta mágica, casi de fantasía. Muchas de sus formas extasían como las más bellas joyas. Son abundantes y están de acuerdo con toda clase de bolsillos. Ahora es su tiempo de máximo esplendor y consumo. En dos décadas, se han convertido en “las naranjas de la primavera” por su aceptación y alto consumo.

Lo hicieron bien en Huelva, una provincia que cerraba por el aterramiento de sus minas, la obsolescencia sucia y contaminante de la petroquímica y el apocamiento de una pesca expulsada a lo artesanal.

Llenarán en pocos años sus tierras, tan llanas como yermas (marginales la mayoría), de naranjales y otros frutales, aunque la sorpresa vino de la mano de la fresa. Hubo emprendimiento, se les acercó el riego y estuvieron hasta cierto punto mimados por las administraciones.

Pronto llegaron a Francia con tanta alegría y tan tempranas (diciembre – enero), que los brutos granjeros gabachos las estrellaron contra el asfalto de las autopistas con furia y en señal de advertencia y amenaza. Pero también llegaron a superar esta violencia con mano fina para la diplomacia y gran dedicación y esfuerzo a la promoción de su fruto-joya en España y resto de Europa: calidad y precio.

Hoy no existe casa familiar que no tenga un bol repleto de ellas; un supermercado en el que no destaquen sus terrones rojos tan brillantes coronados de verde y un restaurante que no las ofrezca como postre.

La fresa abrió el paso (enseñó) a la cereza – esa pelota rojoscura que baila en nuestra boca hasta que el calor nos sacia – a distribuirse masivamente y también preparó el terreno a la fruta de invierno que nos procura nuestra tropical costa de Granada y Málaga: mangos, aguacates, chirimoyas, guayabas…

 

La otra cara

 

Ésta es su cara agradable, la portada del disco; esa que nos llega con su promoción. Pero tiene otro carrillo más oscuro y aún siniestro: su relación con el trabajador que la cuida y, sobre todo, la cosecha. Algunos periodistas nos han relatado episodios tan crueles y sórdidos que recuerdan a la mítica seria televisiva Kunta Kinte.

Hace unas semanas, cuando llegaban a la provincia de Huelva miles de mujeres marroquíes contratadas en su país para la cosecha, se recordaban denuncias de abusos sexuales ejercidos sobre ellas por propietarios, y se nos mostraba que la mayoría se queja de que los dueños y encargados no respetan habitualmente sus derechos y condiciones laborales.

Aquí están de acuerdo con los trabajadores locales, que no acuden a la llamada de la recogida aun estando en paro: “Te explotan y te engañan con el salario. (…) Por eso contratan a mujeres marroquíes, porque las pobres no pueden protestar”.

Claro que, en esta materia oscura, la fresa no trae episodios distintos a los que se nos revelan en otros espacios agrícolas tan fértiles como el suyo: grandes exportadores y de éxito.

 

Los esclavos de nuestros días

 

A escasos metros de las carreteras y autopistas que se abren a centenares de camiones para una exportación tan exitosa, resisten como animales en cortijos abandonados, chabolas improvisadas y otros chilancles, millares de emigrantes que durante el día luchan contra el sol y la fatiga bajo el plástico. Ni siquiera son trabajadores, son “los esclavos de nuestros días”, como define el reportero de The Guardian a “los cultivadores de ensaladas”, que vio en numerosas huertas de nuestro sureste.

Son grandes manchas que se deberían lavar para siempre, porque recuerdan estampas que hace cerca de 70 años describió Juan Goytisolo en su célebre libro “Campos de Níjar”. Lean si no este párrafo que escribió en El País la periodista Ana Carbajosa:

Vivir aquí es una mierda”. Mussa sobrevive desde hace años hacinado en un cortijo abandonado, sin luz, agua corriente ni esperanza. Cada mañana, a las siete y media se planta en la rotonda de San Isidro de Níjar y espera a que algún “jefe” de los invernaderos pare y le ofrezca un jornal. Así, buscándose la vida desde hace ocho años, cuando llegó a España. Como él, miles de trabajadores viven en decenas de asentamientos y cortijos abandonados y camuflados entre los plásticos del campo almeriense, según el recuento de las organizaciones que trabajan con los migrantes. Son trabajadores indigentes, que sacan adelante y en resignado silencio las cosechas que venden en los supermercados de media Europa. Este es el Calais español, invisible a ojos de unas autoridades que miran hacia otro lado.

Cae la tarde y van llegando al cortijo de Mussa (nombre ficticio) un goteo de subsaharianos montados en bicicleta, agotados y cubiertos de polvo. Da comienzo entonces el trasiego de cubos de agua para lavarse detrás de una tela roja a cielo abierto. Una persona, un cubo. Es la ley no escrita y exótica en un país en el que el agua sale del grifo como por arte de magia. Después un trabajador cocinará para todos en un hornillo mugriento y quedarán listos para dormir amontonados en un sótano lúgubre y helador”.

PAULA NEVADO
A Paula Nevado, su inquietud y sensibilidad familiar, le han llevado a formarse en diferentes disciplinas creativas y trabajos artesanales. Desde hace años se las tiene con la luz y sus caprichos para adobar con ellos las imágenes que le interesan. Con esta colaboración traslada de manera abierta la búsqueda del mundo que solo puede capturar su ojo. Puedes seguir su trabajo en Instagram: @paula_nevado

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